Preparación para la muerte

“Dispón tu casa, porque has de morir” Is., XXXVIII, 1

La muerte es cierta para todos: lo que es incierto es el cuándo y el cómo. Por lo mismo, es, de extrema prudencia estar siempre preparados para recibir la visita de la muerte.

Pero, cuántos católicos no piensan en ello y se asemejan a aquellos de quienes habla El Señor: “Como sucedió en tiempos de Noe, así será la segunda venida del Hijo Hombre. Porque, así como en el tiempo del diluvio, comían, bebían, tomaban y daban en matrimonio, hasta que entró Noé en el arca, y no conocieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mt., XXIV, 37-39).

¿Qué debemos hacer nosotros para estar preparados para bien morir?

Preparémonos a la muerte desde hoy

“Dispón tu casa, porque has de morir y no vivirás más” (Isa., XXXVIII, 1). ¿En qué debe de consistir esta preparación?

1. Respecto al pasado. Lloremos nuestras culpas, y reparémoslas con una sincera penitencia… Confesemos bien todo lo que nos pueda inquietar. Si tenemos restituciones o reparaciones que hacer, no esperemos a más tarde, no lo dejemos para mañana, porque ¡tal vez mañana no habrá más tiempo!

2. Respecto al presente. Vivamos santamente, no descuidemos ninguno de nuestros deberes: por que como dice S. Agustín “No puede morir mal, quien siempre ha vivido bien”. Y para esto, S. Jerónimo tiene una excelente máxima “Trabajemos como si tuviéramos que vivir siempre, y vivamos como tuviésemos que morir a cada instante”.

3. Respecto al futuro. Abandonémonos confiadamente en las manos de Dios, y ofrezcámosle las acciones de cada día, como si hubiesen de ser las últimas de nuestra vida.

Hagamos seguido la preparación para la muerte.

1. Cada mes, o al menos dos o tres veces al año, fijemos un día para una buena confesión general, para una comunión fervorosa; leamos las preces de los agonizantes; imaginémonos que Dios nos llama a juicio.

2. Ejercitémonos en morir, muriendo cada día a nosotros mismos: crucificando la carne y haciendo morir en nosotros al hombre viejo, así como dice S. Pablo: “Dejemos al hombre viejo, que se corrompe al seguir los deseos del error” (Efes., IV, 22)

“Pues si vivís según la carne, habéis de morir, más si por espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom., VIII, 13).

Por tanto, penitencia y mortificación constante, despego perfecto de todo: dice S. Pablo a Rom., VI, 21: “El fruto de las cosas que nos avergüenzan su fin es la muerte” Decía un santo: “Aquel que muere antes de morir, no morirá cuando venga la muerte”.

Aceptar la muerte por adelantado, y aún desearla.

Para ello, es preciso aceptarla:

1. Porque es una ley dada por Dios. Es, pues, su voluntad que muramos, y es preciso someternos a ello con amor. la vida se nos dio como un depósito que debemos volver a Dios cuando nos lo pida.

2. Porque es un sacrificio de expiación: como dice S. Pablo “es el pago del pecado”. Por eso la aceptó Nuestro Señor mismo, para expiar nuestros pecados. Aceptémosla, pues, también en unión con Él, “Que se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, como dice S. Pablo a los Fil., II, 8. Aceptémosla con todas las penas y las humillaciones que la acompañan.

3. Porque la muerte, es una liberación, y justamente porque lo es, debemos aceptarla y desearla. Y mientras estemos en este valle de lágrimas, ¡de cuántos males y miserias estamos rodeados! Por lo mismo. Acordémonos de Job que nos dice: “El hombre, nacido de mujer, vive corto tiempo y está lleno de muchas miserias”. Job XIV, 1

Ahora bien, la muerte es el fin de los dolores y de los sufrimientos. Es el fin del pecado, el mayor de los males, al que todos estamos expuestos en esta triste tierra: por eso dice S. Pablo: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir ganancia”.

Porque es el fin de nuestro destierro; como nos lo dice el Salmo 119, 5: “Desterrados hijos de Eva”. ¿Qué se diría de un desterrado o de un preso a quien se le anunciara su liberación y que, en vez de que se llene de alegría, se lamenta y no quiere volver todavía a su patria y a su familia? ¿No somos, acaso, nosotros desterrados y prisioneros?

La muerte es el regreso a la patria: así como dice el Salmo 121, 1: “Que alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor”. La muerte es la puerta del cielo, así como dice el Salmo 41, 3: “Porque mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo vendré y estaré en la presencia de Dios?”.

S. Juan Clímaco dice: “Es virtuoso el que espera la muerte todos los días; pero es santo el que la desea a todas horas”.

Por último. ¿Cuáles son nuestros sentimientos sobre la muerte? Por lo tanto. Meditemos bien lo que les acabamos de decir: porque si lo ponemos en práctica, no seremos sorprendidos, y nuestra muerte será preciosa delante de Dios. Será para nosotros el comienzo de la verdadera vida, y de la felicidad eterna: “Que Dios nos conceda su Misericordia”.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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