Malicia y consecuencias del vicio de la Impureza

¡Es Terrible la tiranía que ejerce hoy en todas partes el demonio de la impureza!

Para todo buen católico es importantísimo meditar y considerar este tema sobre la impureza, sobre todo, en estos tiempos donde reina el egoísmo y el hedonismo (la búsqueda del placer por placer), de una manera vil y tiránica como jamás se ha visto en el mundo.

Ya en tiempos del patriarca Noe “Miro Dios a la tierra, y he aquí que estaba depravada, porque toda carne ha corrompido sus caminos” (Gén., VI, 12); y, según la grave sentencia de San Alfonso María de Ligorio, casi todos los que van al infierno se condenan por causa de este pecado. Y San Gregorio dice de este pecado: “Este vicio es la máxima prueba del género humano”.

Es este un tema repugnante. Pero es necesario hablar de ello, pues siendo este vicio la peste de las almas, debe inspirarnos horror y debemos prevenirnos contra él.

MALICIA DE LA IMPUREZA.

El Espíritu Santo le llama el mal, porque sobrepuja a todos los demás males: “Aleja la malicia de tu carne” (Ecle., XI, 10). En efecto quien comete este mal:

Hace a Dios el ultraje más sangriento. Porque:

Profana su alma, creada a imagen divina, rescatada con la sangre de Jesucristo, alimentada tantas veces con el pan Eucarístico, y la hace semejante al espíritu inmundo, que introduce en ella.

Profana también su cuerpo que, por el Bautismo, era templo del Espíritu Santo y miembro de Jesucristo. Dice el Apóstol S. Pablo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son templo de Dios?”. Pues si alguno profanare el templo de Dios, perderle a Dios a él” (I Cor., III, 16-17). Y añade: “Ya no sois de vosotros, puesto que fuisteis comprados a gran precio. Glorificad a Dios, y llevadle en vuestro cuerpo” (I Cor., VI, 19-20).

Así, pues, concluye el Venerable Beda, si se quieren envilecer y hacerse despreciables, hacedlo; pero no envilezcan a Jesucristo, cuya presencia en ustedes reconocen”

¡Qué sacrilegio profanar una iglesia, un crucifijo, unos vasos sagrados, las hostias sagradas! ¿No es el mismo crimen profanar su propia alma y cuerpo, que pertenecen a Dios y que Él ha santificado tantas veces y de tantas maneras? El ultraje hecho a una imagen recae en aquel a quien representa; el mal infligido a un miembro repercute hasta la cabeza.

Este pecado es un desprecio de Dios. Porque el impúdico prefiere a Él una criatura, ¡y qué criatura!, un vergonzoso placer de un momento. La magnitud de este desprecio debe medirse por la altura de la caída: en lugar de amar a Dios, la suprema belleza y la bondad infinitas, se cae hasta el grado de amar la corrupción; al arrojar a Dios de nuestro corazón, para poner en su lugar y adorar un ídolo de carne, ¡qué horror!

Cometido por personas casadas es, además, un sacrilegio, porque viola la santa institución del sacramento del matrimonio y sus sagradas leyes. Y ¿quién no ve el perjuicio, la perfidia lamentable, la injusticia que encierra?

Aun en el uso del matrimonio. ¡Cuán odioso es este pecado a Dios, cuán opuesto a sus adorables designios! ¡Pecado de Onán, (terminar fuera), anal, oral; pecados contra la naturaleza! (Gén., XXXVIII, 9).

Santa Brígida vio en el infierno muchas personas casadas, perdidas por toda la eternidad por haber abusado del matrimonio. Dice San Francisco de Sales: “¿No saben que uno puede embriagarse con su propio vino y su propia copa?” Y S. Pablo dice: “Cada uno de vosotros guarde su cuerpo con santidad y decencia. Sea honesto en todas las cosas del matrimonio, y el lecho conyugal sin mancilla (Efes., IV, 24, y Rom., VI, 12; I Cor., VI, 15).

¿Quién podrá decir la malicia y la multitud de pecados que se cometen en secreto, pensamientos, miradas, deseos? Y ¿quién se confiesa bien de todo esto?

Con razón dice S. Tomás: Ningún pecado alegra tanto al demonio como el pecado impuro”. Nada agrada tanto al animal inmundo como el cieno; dice San Pedro: “Un perro que vuelve a lo que vomito” (II, Ped., II, 22). La naturaleza corrompida se acostumbra pronto a ello, y se convierte en insaciable.

Por eso vemos cómo todos los santos dan muy a menudo a este vicio los calificativos más infamantes, para mostrar su gravedad e inspirar horror a él; la impureza va acompañada de todos los demás vicios. Dice S. Agustín: “Ninguna bondad, ninguna prudencia es compatible con la lujuria, sino que con ella reina toda suerte de perversidades”.

De ahí la expresión figurada del Evangelista: “El espíritu inmundo toma otros siete espíritus peores que él”. Por este pecado, David llegó a ser homicida (II Rey., XI, 4 y 14). Y Salomón idolatra (Rey., XI, 14). “Casi he llegado al colmo de los males”, decía Salomón hablando de sí mismo (Prov., V, 14).

También fue este pecado el que precipitó en el cisma a Enrique VIII e hizo de él un cruelísimo perseguidor de la Iglesia, etc. La Magdalena, la pecadora, estaba poseída de siete demonios, nos dice el Evangelio (Luc., VIII, 2), a consecuencia de la impureza.

San Juan Crisóstomo dice que la corrupción del sepulcro no tiene comparación con la de un alma entregada al vicio impuro. San Felipe Neri y Santa Catalina de Sena sentían este olor horrible al aproximarse un impúdico.

Temamos, pues, y huyamos de este pecado, por causa de su malicia y de su horror; temámosle también por causa de sus estragos y de sus funestas consecuencias.

CONSECUENCIAS FUNESTAS DE LA IMPUREZA.

Llena nuestra alma de amargura, de vergüenza, de remordimientos. Veamos al hijo pródigo, en la triste condición a que le habían reducido sus desórdenes decía: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me muero de hambre!” (Luc., XV, 17).

Nos envilece y nos degrada. El hombre fue hecho a imagen de Dios, casi tan encumbrado como los ángeles, destinado como ellos a gozar de Dios; y se hace como una bestia de carga: “El hombre natural o animal no acepta las cosas del espíritu de Dios” (I Cor., II, 14); “Porque el hombre no permanece en su opulencia; desaparece como los brutos” (Salmo XLVIII, 13). Y se hace ¡Objeto del horror para Dios y sus ángeles, digno del infierno eterno!

Ciega el alma. El cuervo, al lanzarse sobre su presa, comienza por arrancarle los ojos. Así hace el demonio de la impureza: ciega al hombre respecto a su dignidad, a Dios, a sus deberes para con Dios, con su familia, y consigo mismo, como dice el Salmo LXVIII, 24: “Obscurézcanse sus ojos para que no vean”.

Veamos a la mujer de Putifar, al mismo David, tan santo (Gén., XXXIX, 7; II Rey., XI, 4 y sigs.), a Salomón tan sabio: “Pues siendo Salomón ya viejo, sus mujeres arrastraron su corazón hacia otros dioses” (III Rey., XI, 9), a los dos infames viejos de Babilonia, enamorados de la casta Susana: “Desviaron sus ojos para no mirar al cielo” (Dan., XIII, 9).

Además, engendra el tedio de la oración, de la palabra de Dios, de los sacramentos. Es una fuente de sacrilegios. ¡Pobre alma, ciega, sorda, muda, endurecida, cloaca de vicios y de hediondez, hecha receptáculo de los demonios! A no ser por un milagro del Salvador, caerá en el infierno. En efecto, la impureza es como una red con la cual Satanás pesca millares de almas, para hacer de ellas su presa y sumergirlas en las llamas eternas.

Dirá el impúdico: “Pequé, ¿y qué mal me ha venido?” (Ecl., V, 4). ¡Desgraciado! ¿Qué cosa más triste le puede acaecer al impúdico, aquí en la tierra que no ver ni comprender su degeneración, ni sentir el peso abrumador de las cadenas, y haber perdido hasta la voluntad de sacudirlas y de romperlas? El corazón de éste está endurecido, ha perdido la fe, ha perdido a Dios. Ha caído bajo la tiranía de demonio.

¿Y las consecuencias para el cuerpo? No pueden ser más funestas. ¡Cuántos han perdido prematuramente la salud por causa de la lujuria! ¡Cuántos han perdido su fortuna! Como dice Prov., XXIX, 3. El hijo pródigo disipa la herencia paterna “viviendo disolutamente” (Luc., XV, 13). ¡pérdida de la honra, familias en desgracia y desorganizadas; discordias, celos, odios, pleitos, venganzas, homicidios, a veces crímenes abominables!

Hasta aquí, se ha terminado la primera parte de dos acerca del terrible vicio de la Impureza.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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