Las aflicciones y tribulaciones de la vida

En verdad, en verdad os digo que vosotros lloraréis, y os lamentaréis” (Jn., XVI, 20)

En el Evangelio del tercer domingo de Pascua. Jesucristo dijo a sus discípulos: “Dentro de poco ya no me veréis; más poco después me volveréis a ver” (Jn., XVI, 16).

Conociendo Nuestro Señor, que los Apóstoles no entendían semejante lenguaje lo explicó luego, diciendo que en él se hacía alusión a las aflicciones o tribulaciones y a las angustias, en el sentido de que los que hayan de pasarlas tendrán que soportarlas poco tiempo, ya que presto se cambiaran en gozo eterno.

Las explicaciones y predicciones se cumplieron, ya que los Apóstoles, iban en efecto, a llorar y gemir por la muerte de su divino Maestro; luego después de su Ascensión, tuvieron, que soportar toda suerte de trabajos, persecuciones y la misma muerte por su amor.

Pero estas palabras del Salvador se dirigen también a todos nosotros. Porque la ley del sufrimiento es una ley general, promulgada para todos los hijos de Adán, en castigo del pecado original. Por otra parte, todos nosotros somos pecadores, y como tales es preciso que suframos con espíritu de expiación. Y, sobre todo, como discípulos de Jesucristo, debemos de llevar la cruz en pos de Él. (Mt., XVI, 24)

Esta ley es justa y eminentemente saludable y santificante, si sabemos usar de ella. Por lo mismo debemos de considerar: 1) La utilidad de las aflicciones, y 2) los medios de hacerlas fructuosas.

Utilidad de las aflicciones y tribulaciones.

Dios permite las aflicciones y tribulaciones de esta vida para nuestro bien espiritual. Las permite:

1) Para instruirnos. Para hacernos comprender la vanidad de las cosas de este mundo y la locura de los que en ellas ponen su confianza o consumen su vida.

Cuando estamos atribulados comprendemos mejor nuestra debilidad y nuestra miseria, y vemos palpablemente el supremo dominio de Dios sobre todo nuestro ser y la obligación de someternos en todo a su voluntad. Esto mismo lo entendía muy bien el rey David, cuando exclamaba: “Tu vara y tu cayado son mis consuelos” (Salmo XXII, 4).

Veamos dos ejemplos en donde se percibe claramente la humillación que Dios inflige a dos personajes que se habían ensoberbecido.

Alejandro Magno había llegado a ser señor de pueblos y de reyes; pero bien, en medio de sus triunfos “cayó enfermo y conoció que iba a morir” (I Mac., I, 4-6).

Nabucodonosor, ebrio de orgullo, pretendió elevarse sobre Dios; pero Dios le castiga y le da a entender que “habitarás con las bestias y fieras durante siete añoshasta que reconozca el poder absoluto del Altísimo”. (Dan., IV, 19 y sigs.)

Si Dios, pues, nos envía la enfermedad, es para recordarnos que nuestro cuerpo es corruptible y mortal. Esto muy bien lo comprendió San Pablo, cuando exclamaba: “¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte” (Rom., VII, 24)?

Si permite que seamos objeto de maledicencia o la calumnia, es para castigar o prevenir en nosotros la locura del orgullo. Si permite que experimentemos reveces de fortuna, es para que nos despeguemos de este mundo y elevemos nuestro corazón hacia los inmarchitables bienes celestiales.

De esto último tenemos el ejemplo de Tobías que arruinado, decía a su hijo: “No temas, hijo mío: somos pobres, pero rico serás si temes a Dios, y te apartas de todo pecado y haces lo que le es grato” (Tob., IV, 21).

2) Para probarnos. Dice San Pablo: “Dios, al que ama, le castiga, y a cualquiera que recibe por hijo suyo, lo azota” (Hebr., XII, 6). luego que el alma es predestinada o recibe las gracias para una santidad eminente, le envía aflicciones y cruces. Es por eso que dice el Eclesiástico: “Hijo mío, si te das al servicio de Dios, prepara tu alma a la tentación” (Ecli., II, 1).

El Señor nuevamente le dice a Tobías: “Por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase” (Tob., XII, 15). La Historia Sagrada y la vida de los santos nos ofrecen otros mil ejemplos.

Consolémonos, pues si Dios nos visita con aflicciones tribulaciones, ya que esto es señal de que nos ama.

3) Para purificarnos de nuestros pecados y de nuestros defectos. Dios es un médico sabio que hace la guerra, no a los enfermos, sino, a la enfermedad. El Señor nos ha dado la salud, sin embargo, nosotros hemos abusado de ella gastándola en la incontinencia, en la satisfacción de nuestras pasiones; y nos la quita para hacernos entrar en nosotros mismos y expiar los desórdenes de nuestra vida.

Veamos al hijo pródigo: ¿para qué se vio reducido a la más extremada miseria, sino para que entrase en el camino del arrepentimiento y de la reconciliación? Es pues, un efecto de la divina misericordia la pena corporal o moral que Dios permite o suscita, y que en esto nos trata como hijos, y verdaderamente todos los somos.

¿Cuál es el hijo a quien su padre no corrige? ¡Qué padre querrá dejar en las manos de su hijo un instrumento o un veneno peligroso? Es bien cierto que Dios no nos aflige sino por un fin digno de Él, que es el de purificarnos, santificarnos y salvarnos.

Por lo demás, notemos, con San Juan Crisóstomo, este hecho que la experiencia ha comprobado miles de veces: “Dios en su bondad, tiene cuidado de mezclar con nuestros rudos trabajos dulces consuelos, y obra así con todos los santos; porque no quiere que estén siempre en el peligro o siempre en el descanso: siembra alternativamente penas y alegrías en la vida de los justos”.

Cómo pueden hacerse esas aflicciones y tribulaciones fructuosas y meritorias.

Así, pues, si Dios nos envía aflicciones y tribulaciones es para instruirnos y purificarnos. Por consiguiente, son gracias singularmente preciosas. Pero desdichadamente, ¡cuántos cristianos en lugar de aprovecharse de ellas no piensan entonces sino en murmurar y blasfemar!

En la aflicciones y tribulaciones es donde se reconocen los verdaderos amigos de Dios y donde las almas perfectas, generosas y capaces de sacrificio se distinguen de las imperfectas como se distingue el oro verdadero del falso haciéndolo por el crisol. Así como se ve en el libro de la Sabiduría, III, 6 y 5.

¿Qué hacer, pues, para que nuestras aflicciones y tribulaciones sean fructuosas y meritorias?

1) Es preciso recibirlas con plenconsentimiento a la voluntad de Dios. Nada nos sucede sin su permiso. Por eso Job decía con mucho acierto: “Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibimos también los males que nos envía o permite?” (Job., II, 10).

Como la virtud de este santo es verdadera, no culpa a nadie, sino que adora a Dios y se somete a su voluntad diciendo: “El Señor me lo ha dado, el Señor me lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor! (Job I, 21).

Jamás cedamos a la tentación de murmurar, diciendo: ¿Por qué Dios me trata así? ¿Qué he hecho yo más que los otros? Tengamos más bien los sentimientos del Buen Ladrón que reconocía sus culpas diciendo: “En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras” (Lc., XXIII, 41).

Y si aun Dios es parco. Imitemos a José, Job, David, Tobías, y sobre todo a Jesucristo, repitiendo con Él: “Sí, Padre mío, por haber sido de tu agrado que fuese así”; “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc., XXII, 42).

2) Es preciso soportar las aflicciones con paciencia, según estas palabras, el Espíritu Santo nos dice: “Estréchate con Dios y ten paciencia” (Ecli., II, 3).

Por otra parte, esos males no serán de larga duración. Para ello, escuchemos a San Pedro que nos dice: “Dios, dador de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria por Jesucristo, después que hayáis padecido un poco, Él mismo os perfeccionará, fortificará y consolidará” (I Ped., V, 10).

¡Un instante de sufrimiento, y un cúmulo inmenso de gloria; un momento de pena, ¡y una eternidad de dicha! Mostremos, pues, respecto a Dios, la misma paciencia que tenemos con el mundo. Éste nos aflige, nos fatiga y nos tiraniza de mil maneras, pero sin compensar con verdaderos bienes los males que nos causa.

3) Regocijémonos en las pruebas y amémoslas. El pecador se queja injustamente cuando le sucede algo desagradable, por el contrario, el justo se felicita de ello, a ejemplo de los Apóstoles, que se gloriaban con los sufrimientos, las enfermedades, las persecuciones. Es por eso que decía San Pablo: “Reboso de gozo en todas las tribulaciones” (II Cor., VII, 4).

¡Con que ardor y qué alegría los santos abrazaban las cruces, las humillaciones, las aflicciones por el amor de Jesús crucificado! San Francisco Javier exclamaba: “¡Todavía más, Señor, ¡todavía más!” Santa Teresa de Jesús exclamaba también: “O padecer, o morir”. Se ha dicho que los sufrimientos eran su alimento, pues los deseaban tanto y hacían de ellos sus delicias.

Conclusión. —¡Cuán necesarias y ventajosas nos son aquí las pruebas y las aflicciones para instruirnos y purificarnos! Pidamos al Señor la gracia de ver bien su valor y de soportarlas con entero abandono a su voluntad, con una paciencia inalterable, con alegría y amor. Las aflicciones, tribulaciones, y los sacrificios hacen de nosotros hostias puras, santas y gratas a Dios; son oro que nos sirve para comprar el Paraíso.

Por último. – Terminemos con estas palabras de San Pablo: “Padezcamos con Cristo, para ser con Él glorificados” (Rom., VIII, 17); y también con lo que nos Nuestro Señor en el Evangelio de este domingo: “Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza; pero de Nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría” (Jn., XVI. 22).

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet- P. Pezzali.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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