La Paz de Cristo Resucitado

“Guardar la paz, y el Dios de paz y de amor estará con nosotros” (II Cor., XIII, 11)

Transportémonos en espíritu al cenáculo y oigamos con respeto a Jesús resucitado decir a sus Apóstoles estas dulces palabras: la paz sea con vosotros” (Jn., XX, 19, 21), y adorémosle, con Santo Tomás, como Señor y Dios nuestro (Jn., XX, 28).

La paz de Jesús resucitado que desea a sus Apóstoles.

Consiste en la tranquilidad del corazón que siempre es dueño de sí mismo, sin turbarse ni precipitarse jamás.

Es el imperio sobre las pasiones, los ímpetus, los arranques, y los movimientos demasiados vivos de la naturaleza, para moderarlos, dirigirlos e impedirles que nos perturben.

Es la dulce libertad del espíritu que, haciendo cada cosa a su tiempo, con orden y sabiduría, se contrae a su objeto sin tristeza por el pasado, sin apego a lo presente y sin inquietud por lo porvenir.

Es, en fin, la tranquilidad del alma, que, comunicándose al exterior, imprime a todas las acciones del cuerpo un no sé qué de circunspecto, de dulce y de moderado, que edifica y es apacible sin ser lenta, y pronta sin precipitación; que no se agita, como Martha, con la actividad excesiva que produce cansancio, sino que es tranquila como María, escuchando a Jesús, obrando en el reposo mismo con que oye.

Sus movimientos son suaves, moderadas sus acciones, sin traba ni emulación sus esfuerzos. Los objetos exteriores no excita en ella emociones vivas o inquietas, y, si a veces la conmueven por sorpresa, se detiene y espera la calma.

Es la imagen de Dios, que jamás se turba: ni en los ultrajes que recibe, ni en las grandes obras que ejecuta.

Necesidad de la paz interior.

La sabiduría, dice el Espíritu Santo, habita en la calma y el reposo, no en la agitación y el tumulto (III Reg., XIX, 11). “He tratado de no turbarme”, dice David al Señor, “para guardar vuestros mandamientos” (Salmo 118, 60).

“He tenido mi alma en mis manos, para no olvidar vuestra ley”, dice después el mismo David (Salmo 118, 109), significando con esto que ha detenido su alma en su precipitación, que la ha reprimido en sus agitaciones y calmado en sus conmociones, pues de otro modo estaba perdido, porque la agitación es elemento del mal, y la precipitación, ruina de la virtud.

El alma que ha perdido la paz, es víctima de todas las pasiones; la alegría la embriaga y trasporta; la pena la abate y desanima; en la oración está distraída, en el recreo, disipada; en su conducta ordinaria, no considera ni los pasos falsos que da, ni los precipicios a que se expone; en el mismo bien que hace, es la naturaleza y no la gracia la que obra.

Es incompatible con el Espíritu Santo, cuya acción, siempre tranquila, no puede estar acorde con el apresuramiento irreflexivo, y cuya voz no se puede oír en medio del tumulto. Y ¿qué será del alma así abandonada por su guía y entregada a sus turbaciones? Quien no puede conducir un barco en calma, ¿responderá de él en la tempestad?

La paz del alma es el secreto esencial y la piedra fundamental de toda la vida interior; es la preciosa piedra o margarita, que es preciso comprar con cuanto se posee. El alma que la ha encontrado es más rica que si poseyera un mundo entero.

Acaso. ¿Hemos comprendido hasta ahora la necesidad de la paz interior? ¿Trabajamos por establecer y conservar nuestra alma en este santo estado?

Excelencia de la paz interior.

Dice San Pablo que: “La paz de Dios o interior sobrepuja a todo sentimiento” (Filip., IV, 7); y es preciso, en efecto, que sea algo muy excelente, ya que es el bien que Nuestro Señor desea a los Apóstoles, la víspera de su muerte (Jn., XIV, 1).

Es el bien que les deja por testamento (Jn., XIV, 27), que les trae después de su Resurrección cada vez que se muestra a ellos, cuando les dice: “Pax vobis” (Lc., XXIV, 36; Jn., XX, 21, 26); el bien, en fin, que les encarga llevar por todo el mundo (Lc., X, 5).

Esta paz es inapreciable. En efecto, el alma que la posee, apenas oye el menor ruido del tentador, le rechaza con una fuerza tanto más poderosa, cuanto más tranquila está.

Porque nota en su interior todo lo que no está en su sitio, para arreglarlo; todo lo que es defectuoso, para corregirlo; todo lo bueno, pata mejorarlo; tiene una maravillosa facilidad para la oración, una gran sabiduría para la acción, y no menor prudencia para el consejo. Por lo mismo, progresa en al virtud con toda facilidad y como espontáneamente.

Se fija toda ella en el puro amor a Dios, y allí encuentra como su lecho de reposo. Todo su interior es plácido y tranquilo; es como un hermoso cielo en donde Dios se complace en hacer brillar el sol; como una silenciosa soledad en donde gusta hablar al alma.

La llama, y ella va; la atrae, y ella corre, así como dice el Salmo 89, 9, y gusta la verdad de las palabras dichas a San Arsenio por una voz celestial: Retiro, silencio y paz; he ahí el medio de ser perfecto.

Acaso. ¿Empleamos nosotros este medio? ¿Evitamos todo lo que disipa, turba y agita, y procuramos guardar el recogimiento interior y exterior?

Para concluir. Tomemos las siguientes resoluciones: 1o. De velar sobre nuestro espíritu, para no dejarnos llevar de la precipitación y el apresuramiento; 2o. Cuando nos sintamos turbados, pongámonos un instante en la presencia de Dios para que la paz vuelva a nosotros.

Por último. Digamos con San Pablo: “Guardad la paz, y el Dios de paz y de amor estará con nosotros”.