La Necesidad de la Confesión

“Id, y mostraos a los sacerdotes”

En el Evangelio de S. Lucas XVII, 11-19; que se lee, el domingo XIII después de Pentecostés. Se nos narra el milagro que realizó Nuestro Señor Jesucristo en la curación de diez leprosos.

En este mundo es raro encontrar alguna persona que no se preocupe por su salud corporal, al contrario estamos muy solícitos por la salud ya que si nos enfermamos buscamos inmediatamente los remedios y medicinas para curarnos. Pero, lamentablemente, no pensamos ni actuamos igual, cuando se trata de las enfermedades del alma. A pesar de que el remedio de estas enfermedades es mucho más fácil y seguro.

Pues bien, el grande, el único, el infalible remedio ordenado por Nuestro Señor para la enfermedades del alma, y para la cura de la lepra del pecado, helo aquí: el Sacramento de la Confesión.

Recurramos a él frecuentemente con fe y con fervor, y seremos curados como los leprosos.

PRECEPTO O NECESIDAD DE LA CONFESIÓN

1) Jesucristo, en su infinita bondad, instituyó el sacramento de la Penitencia para borrar nuestros pecados y curar nuestras almas.

Pero al decirnos que vayamos a mostrarnos a los sacerdotes, no es un simple consejo que nos da, sino que es un precepto formal y absoluto. Por lo tanto, es una condición esencial para ser perdonados.

Por lo mismo, les confirió a S. Pedro, a los Apóstoles y a los sacerdotes el asombroso poder de atar y desatar. Cuando dijo: “Os empeño mi palabra, que todo lo que atareis sobre la tierra, será eso mismo atado en el cielo; y todo lo que desatareis sobre la tierra, será eso mismo desatado en el cielo” (Mat., XVIII, 18).

Más enfático y más impresionante aún fue el acto con que Cristo, después de su Resurrección, confirió a los Apóstoles el poder de perdonar: “Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros. Dichas estas palabras, alentó o soplo hacia ellos; y les dijo: recibid el Espíritu Santo; quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes los perdonareis; y quedan retenidos a los que se los retuviereis” (Juan, XX, 21-23).

Con este poder que Jesucristo dio a los Apóstoles y sacerdote de perdonar los pecados y de retenerlos, los constituyó en jueces en lugar suyo.

Ahora bien, para juzgar acertadamente es preciso conocer la causa, y el sacerdote no puede tener este conocimiento si no por la declaración o confesión del penitente.

La Confesión, pues, a no ser en caso de *imposibilidad*, es parte esencial del sacramento de la Penitencia, por precepto divino necesaria para todos. Siendo esta doctrina de fe, y siempre ha sido reconocida y practicada en la Iglesia desde los Apóstoles.

*Imposibilidades como: fieles con problemas de algún pecado reservado al obispo, como por ej., aborto, sodomía, operación para no tener hijos, parejas viviendo en amasiato o en adulterio etc.

Por lo mismo. La Confesión es una acusación—voluntaria, secreta de todos nuestros pecados—hecha a un sacerdote aprobado para recibir de él la absolución.

¿Por qué es preciso confesarse?

1oPorque es un remedio indicado, ordenado por Nuestro Señor, Él lo quiere así, y sin la confesión no hay cura, no hay remisión, excepto como ya se señaló arriba en el caso de imposibilidad.

2oPorque es un remedio que está a nuestro alcance, y la bondad de Nuestro Señor, que sólo quiere nuestro bien, lo hizo fácil y suave.

3oPorque es eficaz para curar todas las enfermedades del alma, para librarla de la esclavitud del demonio, devolverle la amistad de Dios, purificarla, fortalecerla y hacerla de nuevo merecedora de cielo. Una buena confesión es la llave del paraíso.

¡En qué estima deberíamos tenerla nosotros!

¿Cómo hay que confesarse?

1oAntes de la confesión:

a) Debemos tener fe, y deseo ardiente de ser curados y purificados.

b) Prepararnos con fervorosas oraciones, recurriendo al Espíritu Santo, y a la Santísima Virgen; pidiendo las luces para conocer bien los pecados, junto con la gracia para hacer una buena y sincera contrición, y pidiendo también el valor para hacer una buena confesión.

c) Debemos hacer un examen serio. Con una revisión de los mandamientos tanto de la ley de Dios, como de la Iglesia. Evitando también, la ilusión tan peligrosa que tienen algunos, que miran como nada los pecados de pensamiento y de deseo consentidos, con tal de que no haya actos culpables; o que no se inquietan por el número y especie de los pecados, o que jamás se examinan sobre sus deberes de estado, por ej., los deberes de los padres de familia para con sus hijos. ¡Atención a todo esto!

2o.Durante la confesión:

a) Debemos ponernos humildemente a los pies del sacerdote, cómo si éste fuese el mismo Dios (debido a que el sacerdote representa a Dios), o como si se estuviera al pie de la cruz, entre la Santísima Virgen y San Juan, considerando que precisamente Cristo estuvo ahí por nuestros pecados.

b) Confesemos nuestros pecados con toda sencillez y sinceridad, sin ocultar ni disimular ninguna falta; abramos nuestra alma como un libro, confesando los pecados tal como se han cometido en presencia de Dios; respondiendo al sacerdote y escuchándole como se haría con el mismo Jesucristo allí presente.

c) Debemos pensar que es con Dios con quien nos confesamos; como si estuviésemos a punto de morir y de comparecer ante su tribunal; con deseo de purificar nuestra alma y convertirla en hermosa y agradable al Señor, digna de recibir el cuerpo de Jesucristo. No debemos salir jamás de la confesión teniendo todavía algo que oprima nuestra conciencia y corazón.

Lamentablemente ¡Cuántas confesiones son nulas y sacrílegas, por falta de contrición o de integridad! Debemos de tener cuidado con estos defectos.

3oDespués de la confesión:

a) Debemos de dar gracias a Dios, no sólo unos instantes, sino durante varios días.

b) Cumplamos la penitencia lo más rápido posible, ya que si nos tardamos podemos cometer un pecado, por ese mismo hecho; Hagamos alguna otra penitencia o obras satisfactorias con permiso del confesor.

c) Evitemos de una manera más cuidadosa los pecados habituales (o sea aquellos que muy regularmente se cometen) y huir de las ocasiones o peligros de pecar.

¿Cuándo hay que confesarse?

1oPor derecho eclesiástico—y el canon del Concilio de Letrán es la interpretación auténtica del derecho divino—obliga por lo menos una vez al año a todo adulto (o niño que haya hecho su primera comunión); y a causa del precepto de la comunión pascual, formulada en el mismo canon de Letrán, la confesión se hace ordinariamente en Pascua.

Pero la intención y el deseo de Jesucristo es que se haga todas las veces que se ha tenido la desgracia de caer en pecado mortal. Por lo mismo hay que confesarse inmediatamente, o lo más pronto posible. En este caso, porque no seguir ese buen ejemplo de los diez leprosos y con ellos supliquemos a Jesucristo: “Señor, que amas a los enfermos” (Jn., XI, 3). “Jesús maestro, ten misericordia de nosotros” (Lc., XVII, 13).

2oConfesarse lo más frecuentemente posible. Es el mejor medio de permanecer en estado de gracia; ya que la gracia propia del sacramento nos aumenta el fervor, la fuerza, y nos asegura la perseverancia.

Si la confesión nos trae tantos beneficios: ¿Por qué, pues, tantos cristianos descuidan un remedio tan seguro, y un antídoto tan eficaz?

Lamentablemente, y a pesar de lo expuesto no faltará que alguien pregunte: ¿Para qué? Pues, prueben y hagan una confesión como es debido, y verán qué luces y que fuerzas les vendrán de ello.

Tal vez diga otro, para que me confieso seguido si yo no tengo pecado mortal. Esto se puede conceder; pero se debe de pensar que además de la virtud que tiene la absolución para encender de nuevo la llama de la caridad divina o sea la gracia santificante extinguida por el pecado mortal, tiene también la de aumentar el ardor y el resplandor de esta llama disminuidos por el pecado venial, y de aumentar en la misma proporción la luz de la gloria celestial.

Pero, no faltara que algún otro diga: Para que me confieso si yo recaigo siempre en los mismos pecados. Lamentablemente, esto sucedería si se hace mala confesión. Porque si se confesara bien, se estaría seguro de que disminuirían poco a poco los pecados mortales y se evitarían más fácilmente los veniales.

Esta misma persona que nos responda: ¿Para qué lavarme todas las mañanas, si me he de ensuciar? ¿Par qué barrer mi casa, si poco después hay que volver a hacerlo? La respuesta es la misma para la confesión. Además, la confesión frecuente nos da más fácil acceso a la Sagrada Eucaristía, y ¿quién podrá decir el valor de una comunión fervorosa?

Por último. Tengamos, pues, en mucha estima la confesión. confesémonos bien y lo más frecuentemente posible. Y si así lo hacemos: ¡Qué provechoso sería para nosotros para el tiempo y para la eternidad!. Y por lo mismo, mereceremos que Nuestro Señor nos diga, de igual manera que aquel hombre que fue curado de lepra: “Vete en paz, tu fe ha salvado”.