La misericordia de Dios con los pecadores

Habrá fiesta en el cielo por un pecador que se arrepiente” (Lc., XV, 7)

En este Evangelio tercero de Pentecostés quiso mostrar Nuestro Señor Jesucristo cuán grande es la misericordia de Dios para con los pecadores, a fin de excitarnos a la penitencia y a la confianza.

Tratemos pues hoy de la misericordia que usa Dios con los pecadores: 1) Llamándoles a penitencia; 2) Esperando a que se conviertan; 3) Perdonándolos cuando se arrepienten.

Dios llama a los pecadores a penitencia.

Adán, después de haber pecado comiendo el fruto prohibido, y avergonzándose de su pecado huye de la presencia de Dios; pero el Señor, como un padre afligido le busca y le sigue de cerca para llamarle: “Adán, ¿dónde estás?” (Gen., III, 9).

Lo mismo hace Dios con los pecadores, por la voz de sus ministros, predicadores, confesores; por santas inspiraciones; por remordimientos saludables, por alguna desgracia, una enfermedad grave, la muerte de un pariente de un amigo.

Porque: ¿Quién es aquel que nos ha llamado tantas veces al redil de Jesucristo, que hemos abandonado por seguir el camino del vicio, que conduce al precipicio de la condenación eterna? Es el mismo Dios, cuyos embajadores son los predicadores, como dice S. Pablo en II, Cor., V, 20: “Os rogamos encarecidamente en nombre de Cristo que os reconcilies con Dios”.

Al modo que una paloma que quiere entrar en un palomar, y viendo cerrada la entrada por todas partes, va volando al derredor, y no deja de dar vueltas hasta que encuentra por donde entrar; así dice San Agustín que hacía con él la misericordia divina, cuando él vivía en desgracia de Dios.

Lo mismo ha hecho el Señor contigo, oh pecador. Siempre que pecabas, desterrabas a Dios de tu alma, como dice Santo Job por estas palabras: “Los impíos dijeron a Dios: Apártate de nosotros” (Job XXI, 14).

Y Dios en lugar de abandonarte se coloca a la puerta de tu corazón ingrato; Así como dice San Juan: “Si alguno escucha mi voz, y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él, y él conmigo” (Apoc., III, 20).

Dios no se cansa, no se irrita por las ingratitudes, por las resistencias. Así como nos recuerda el Profeta Ezequiel: “Convertíos y vivid”; “¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel?” (Ez., XVIII, 32, 31).

El Señor nos dice en el Cantar de los Cantares V, 2: “¡Ábreme, hermana mía!”, en cierto modo, también le dice al pecador: Ábreme tu puerta, porque quiero liberarte de tu ruina: quiero olvidarme de todos los disgustos que me has dado, si abandonas la senda de tu perdición.

Quizá ¡Oh pecador! tu no quieras abrirme ahora por no quedarte pobre, restituyendo los bienes robados, o dejando el trato de aquella persona que te provee de todo. Acaso ¿No puedo yo proveerte también? Le dirá el Señor.

Quizá piensas llevar una vida amarga, dejando aquella mala amistad que te tiene separado de mí. Pero ¿no puedo yo contentarte o hacerte pasar una vida feliz? Pregúntalo a aquellos que me aman de corazón, y verás como están contentos con mi gracia, y no cambiarían su estado, aunque humilde y pobre, por todas las delicias y riquezas de los reyes de la tierra.

Dios espera al pecador.

El Señor, no sólo llama al pecador a penitencia, sino que lo espera con paciencia. Y en efecto, ¿quién podría sufrirnos tanto como Dios a sufrido Dios con los pecadores? Si las ofensas que hemos hecho al Señor, las hubiésemos hecho a un hombre, aunque fuese el mejor amigo que tenemos, o aún nuestro padre, quizás se hubieran irritado y vengado de nosotros.

La primera vez que ofendimos a nuestro padre, pudo castigarnos; al contrario, ¿cuántas veces hemos ofendido al Señor? Y Él en vez de castigarnos nos hace el bien, nos conserva la vida, y nos provee de todo.

Incluso llega hasta fingir, por decirlo así, que no ve las injurias del pecador, para dar lugar a que se encomiende y deje de ofenderle. Así como dice la Sabiduría XI, 24: “Y disimulas los pecados de los hombres para atraerlos a la penitencia”.

El profeta Habacuc se preguntaba: “¿por qué, el Señor que no puede sufrir la iniquidad, ve tantos pecados y calla?” (Habac., I, 13).

Veamos al hombre vengativo que estima más su propio honor que el de Dios: o aquel hombre codicioso que en lugar de restituir lo que ha robado sigue ejerciendo sus rapiñas: aquel deshonesto que, en lugar de avergonzarse de la fealdad de sus vicios, se vanagloria de ellos.

Veamos también aquel escandaloso que no contento con las ofensas que se hace así mismo, procura inducir a los demás a que ofendan al Señor. Si Dios todo esto ve, ¿cómo calla y no castiga inmediatamente?

Dice Santo Tomás, todas las criaturas gritan venganza, y querrían aniquilar al pecador endurecido; pero el Señor por su bondad se opone a ello y espera aun a los malvados para que se conviertan, y al contrario ellos abusan de su indulgencia para ofenderle más.

Por esta razón exclama el profeta Isaías XXVI, 15: “Vos, oh Señor, los habéis esperado largo tiempo, habéis suspendido la venganza; pero, ¿qué ventajas habéis sacado de esto. ¿Si ellos han obrado peor que antes? ¿Por qué habéis de tener tanta paciencia con estos ingratos? ¿Por qué habéis de seguir esperándolos y nos los castigas?”.

A estas reflexiones responde el mismo profeta, diciendo: “El señor, nos está esperando, para usar de misericordia con nosotros” (Isa., XXX, 18); Dios espera al pecador para que se enmiende por fin y pueda de este modo perdonarle y conducirle a la salvación.

Yo no quiero que el pecador se condene, dice el Señor, sino que se convierta y se salve. Esto es precisamente, lo que dice el profeta Ezequiel: “Yo no me gozo en la muerte del impío, sino que se retraiga de su camino y viva” (Ez., XXXIII, 11).

San Agustín añade, que se Dios no fuese Dios, sería injusto, por tener tanta paciencia con los pecadores. Pecamos nosotros, sigue diciendo el Santo, estamos adheridos al pecado meses y años, nos vanagloriamos del pecado, y tú nos sufres.

Por eso exclamaba diciendo: ¡Oh Señor! “Te provocamos a la ira, y tú nos convidas con tu con misericordia”. Parece que hay una competencia entre Dios y nosotros: nosotros nos empeñamos en irritarle para que nos castigue, y él se empeña en invitarnos con el perdón.

Es por eso que dice Santo Job: “Señor, ¿Qué es el hombre para que tú hagas de él tanto caso, o para que se ocupe de él tú corazón? (Job, VII, 17).

San Dionisio Areopagita dice que Dios va tras los pecadores como un amante despreciado, pidiéndoles que no se pierdan, y diciéndoles sin cesar: Ingratos, ¿por qué me abandonan? Yo los amo, y no deseo otra cosa que su bien.

De ello, también exclamaba Santa Teresa: Advertid, oh pecadores, que aquel que nos llama y nos viene siguiendo, es aquel Señor que nos ha de juzgar un día: deben de saber que, si se condenan, serán mayores las penas que sufrirán en el infierno, las muchas misericordias de que usa ahora para con ustedes.

Por lo mismo, ¡oh cristianos! Que hayan tenido la desdicha de caer en pecado mortal, procuren aprovecharse del continúo llamado, espera, y misericordia divina: sobre todo siguiendo los santos ejemplos de Santa María Magdalena, de San Agustín, de Santa Margarita de Cortona, etc.

Dios acoge a los pecadores arrepentidos.

Los gobernantes de la tierra raramente perdonan a un ciudadano rebelde. Pero Dios no se porta así con nosotros, cuando humildemente le pedimos perdón: esto es lo que nos dice en II Crónicas XXX, 9: “Dios no sabe torcer su rostro al pecador que se vuelve a él”. Jesús mismo nos dice, que jamás desechará a ninguno que se postre arrepentido a sus pies: “El que viene a mí yo no lo echaré fuera” (Jn., VI, 37).

Pero, como ha de poder rechazarle, ¿cuándo él mismo le convida a que vuelva a su redil, y promete abrazarle? Así como dice en Jer., III, 1: “Quien vuelve a mí, dice el Señor, lo aceptaré”. En otro lugar dice: “Yo he debido volveros la espalda, oh pecadores, porque vosotros me la volvisteis primero a mí; pero volveos a mí, y yo me volveré a vosotros” (Zac., I, 3).

¡Oh con qué ternura abraza Dios al pecador que se convierte! Esto cabalmente quiso manifestarnos Jesucristo, cuando dijo: que él es el buen pastor: “Que cuando halla la oveja perdida, la abraza y se la pone sobre los hombros muy gozoso” (Luc., XV, 5).

Lo mismo nos manifestó en la parábola del hijo pródigo, declarándonos que él es aquel padre que sale al encuentro del hijo perdido cuando vuelve a casa: “le abraza, le besa, y se llena de alegría al recibirle”. (Luc., XV, 20).

Dios nos asegura también que cuando el pecador se arrepiente, olvida los pecados que ha cometido como si no lo hubiera ofendido con ellos. Esto es lo que dice Ezequiel, XVIII, 21 y 22): “Si el impío, hiciere penitencia, vivirá y todas cuantas maldades haya él cometido, yo no me acordaré más”.

Y luego nos añade por el profeta Isaías I, 18: “Aunque vuestros pecados fueran como la grana, quedarán blancos como la nieve, Aunque fuesen rojos como la púrpura, vendrían hacer como la lana”.

Nótense bien estas palabras que dice el Señor: “Venir a mí” pecadores, y si yo no los perdono y no les abro los brazos, echadme en cara que he faltado a mis promesas. Más no deben de temer que falte a ellas, ya que Dios no sabe despreciar al pecador arrepentido, porque: “Un corazón contrito y humillado, Dios, no lo desprecia” (Salmo, 50, 19).

El Señor cifra su gloria en ser misericordioso para con los pecadores, como dice Isaías: “Y se levanta para tener misericordia de nosotros” (Is., XXX, 18). Y la Iglesia añade que Dios manifiesta su omnipotencia perdonando, y apiadándose de quien le ofende.

No pensemos, que Dios quiere hacernos esperar largo tiempo el perdón; porque nos lo concederá tan rápido como le pidamos, como se lee en la Escritura por estas palabras: “Enjugarás tus lágrimas; el Señor apiadándose de ti, usará contigo de misericordia” (Is., XXX, 19). “Al momento que oyere la voz de tu clamor, te responderá benigno”.

Dios no obra con nosotros cual nosotros obramos con él: nos llama y nos hacemos los sordos; pero el Señor al instante que nos oye decir: perdóname Dios mío, nos responde compadecido: Yo te perdono.

Ea, pues, pecador, ¿por qué te tardas en pedir perdón a ese Señor omnipotente y compasivo a quien tienes ofendido? ¿Por qué no vuelves a la casa de ese Padre amoroso que abandonaste como el hijo pródigo, y te espera con los brazos abiertos para abrazarte, y olvidar las injurias y ofensas que le has hecho?

¡Qué bondad, qué misericordia, y que amor! de Nuestro Señor a todos los pecadores

Por último. ¡Agradecimiento, confianza y amor! Debe de tener todo pobre pecador, quien quiera que sea. Por lo mismo vayamos corriendo a arrojarnos confiadamente en los brazos de este buen Padre, y, con nuestro regreso, alegremos su Corazón tan tierno, y también a todos los ángeles, porque como dice al final de este Evangelio: “Habrá gran gozo en cielo, cuando un pecador hacer penitencia”.

Gran parte fue tomada del libro: “DOMINICAS DEL AÑO” de San Alfonso María de ligorio.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

Sus comentarios a obmdavila@yahoo.com.mx