La manera de alcanzar la vida eterna

Nos dice el Evangelio de S. Lucas X, 23 al 27, que se lee en el domingo XII de después de Pentecostés. Que en cierta ocasión estaba Jesucristo hablando en público, cunado un doctor de la ley, con el fin de tentarle, le preguntó qué debía hacer para alcanzar la salvación eterna.

Jesucristo le contestó que consultara la Ley y hallaría la respuesta a su pregunta. A esta invitación que le hizo Nuestro Salvador a consultar la Ley respondió en seguida el doctor lo que en ella estaba escrito, o sea, que se debía de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con toda la mente, y al prójimo como así mismo.

Es este asunto de capital importancia para todos nosotros, que nos lleva a preguntar ¿Para qué estamos en la tierra? ¿Es para adquirir honores, riquezas, placeres? Y a pesar de que sabemos bien, que todo esto no es más que vanidad. No obstante, ¡cuántos sólo se ocupan de esto, y no ven más que el presente, y no se preocupan lo más mínimo del eterno destino del alma!

Es pues, importante que consideremos que la vida eterna depende, de la observancia de este doble precepto: Amar a Dios y amar al prójimo.

HEMOS DE AMAR A DIOS

1o. ¿Por qué debemos amar a Dios? Porque es infinitamente bueno, sabio, poderoso, amable; porque es nuestro Padre; Él nos ha creado, nos conserva, nos ha redimido y nos colma de gracias. Si nosotros amamos a quienes nos hacen el bien, ahora, consideremos. ¡Cuántos beneficios hemos recibido de la munificencia de Dios! ¿Por qué, pues, no le amamos?

2o. ¿Cómo hemos de amarle? Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro espíritu, es decir, sobre todas las cosas, y prontos a sacrificarlo todo antes de ofenderle; alabándole, dándole gracias, pidiéndole con confianza y con fervor. Y sirviéndole como Él quiere, caminando en su presencia, en justicia y santidad, y trabajando por hacerlo conocer y amar de todos.

Sin embargo, ¡cuántos cristianos dicen que aman a Dios y no cesan de despreciar sus mandamientos, de ofenderle cada día! ¿Cómo podrán alcanzar la vida eterna? Ya que Jesucristo en San Juan, XIV, 21 nos dice: “El que tiene mis mandamientos y los conserva, ése es el que me ama; y quien me ama, será amado de mi Padre, y Yo también le amaré, y me manifestaré a él”.

HEMOS DE AMAR AL PROJIMO

1o. ¿Por qué debemos amarlo? Porque es nuestro hermano, hijo de Dios como nosotros, rescatado con el precio de la sangre de Jesucristo, destinado al cielo. Además, Dios nos lo ordena, Nuestro Señor Jesucristo hace de esto su mandamiento especial; también es la señal por la cual se reconocerán sus discípulos. Y además todo lo que se haga con el prójimo, Él lo mira como hecho a Él mismo.

2o. ¿Cómo hemos de amarlo? Como a nosotros mismos: que acaso ¿no nos amamos a nosotros mismos con un amor verdadero, tierno, eficaz? Para este amor hay dos reglas bien sencillas e infalibles:

La primera, dada por Tobías a su hijo: “Da tu pan al hambriento y de tus vestiduras al desnudo. Todo lo que te sobrare dalo en limosna, y no se te vayan los ojos tras lo que dieres” (Tob., IV, 16).

Por lo mismo, nosotros no queremos que nos odien, que nos desprecien, que nos golpeen, que nos juzguen desfavorablemente, etc. Pues bien, no hagamos jamás nada semejante a cualquiera que sea.

La segunda, dada por Nuestro Señor mismo, en S. Mateo VII, 12: “Así, todo cuanto queréis que los hombres os hagan, hacerlo también vosotros; esta es la ley y los profetas”, en otras palabras (No hagas jamás a otro lo que no quieras que otro te haga a ti).

Así pues, si fuéramos pobres, enfermos, perseguidos, abandonados, ¿qué queremos que se hiciera con nosotros? La respuesta no es dudosa. Pues bien: Hagamos todo eso nosotros mismos a los demás.

El buen Samaritano de la parábola lo practicó perfectamente, mientras que el sacerdote y levita judíos ni siquiera tuvieron la idea de hacerlo, porque no comprendían el espíritu de este precepto y su aplicación.

Lamentablemente, hay muchos cristianos que imitan a estos dos últimos. Ya que no quieren tomarse ninguna molestia por el prójimo. ¿Qué significa esto? Significa que no aman a Dios.

Por último, no faltan las ocasiones de practicar la caridad para con el prójimo, debido a que como dice Nuestro Señor: “Siempre habrá pobres entre nosotros”. Por lo mismo, seamos siempre y en todas partes como el buen Samaritano. Y mostrémonos de esta manera que amamos a Dios, y con ello, nos granjearemos el paraíso.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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