El Paraíso

En el Evangelio segundo domingo de Cuaresma: Se lee, que queriendo un día nuestro divino Salvador dar a sus discípulos una idea de la belleza del paraíso para animarlos a trabajar por la gloria divina, se transfiguró en presencia de ellos, y les hizo ver la belleza de su semblante. (Mt., XVII, 4)

San Pedro entonces al sentir una alegría y dulzura tan inexplicable, exclamó diciendo: “Señor, bueno es estarnos aquí” detengámonos en este sitio, no nos vayamos de aquí; porque tu vista sola me consuela más que todas las delicias de la tierra.

Si queremos sentir, lo mismo que S. Pedro, y no por unos instantes sino eternamente; trabajemos en el tiempo que nos queda de vida para alcanzar el paraíso, que es un bien tan grande, que Jesucristo quiso ofrecer su vida en la cruz para abrirnos la entrada en él.

También es necesario saber, que la mayor pena que atormenta a los condenados en el infierno, es la de haber perdido la gloria eterna por su culpa.

Los bienes que hay en el Paraíso, sus delicias y alegrías, y sus dulzuras, pueden conquistarse; pero no se pueden explicar ni comprender. Solamente pueden comprenderlas aquellas almas felices que las están gozando.

Digamos, sin embargo, lo poco que de ellas puede decirse humanamente, apoyándonos en la Sagrada Escritura.

1.- San Pablo dice: “Ni ojo vio, ni oreja oyó, ni en el corazón del hombre cupo jamás lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman” (I. Cor., II, 9). En este mundo no podemos tener idea de otros bienes que de estos temporales que gozamos por medio de los sentidos.

Escribiendo acerca de esto San Bernardo, dice: “Si quieres comprender, oh mortal, las cosas que hay en el paraíso, debes saber que en aquella patria feliz no hay nada que pueda desagradarte y se halla todo cuanto puedas desear”.

Si este mundo puede presentarnos algunas cosas que agradan y lisonjean nuestros sentidos, pero ¡cuántas cosas nos presenta también que nos afligen! Si nos place la luz del día, nos entristece la oscuridad de la noche: si nos complace la amenidad de la primavera y del otoño, nos aflige el frio del invierno y el calor del verano.

Juntemos a esto las penas que nos acarrea las enfermedades, las persecuciones de los hombres, las incomodidades de la pobreza. Juntemos también las angustias del espíritu, los temores, las tentaciones del demonio, la ansiedad de la conciencia, la incertidumbre de la salvación eterna.

2.- Pero desde el momento que los justos o bienaventurados entran en el paraíso cesan todos estos afanes, entonces: Dios enjuga de sus ojos todas las lágrimas que derramaron mientras permanecieron en la tierra: “Y para ellos no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor: porque las cosas de antes son pasadas” (Apoc., XXI, 4-5).

Ciertamente es como dice S. Juan en el Apocalipsis. En el paraíso no hay muerte, ni temor de morir; no hay dolores, ni enfermedades, ni pobreza, ni incomodidades, ni vicisitudes, ni frio, ni calor; solo hay allí un día eterno; siempre sereno, una primavera continua, siempre florida y deliciosa.

No hay persecuciones, ni envidias; porque todos se aman tiernamente, y cada cual goza del bien del otro como si fuere propio o suyo. Tampoco hay allí temor de perderse; porque el alma confirmada por Dios en la gracia divina, no puede ya pecar ni perder a Dios.

3.- En el paraíso, como dice S. Bernardo: se encuentra todo cuanto podemos desear: todo es nuevo allí: las bellezas, las alegrías, las delicias, y todo saciará nuestros deseos. Se saciará la vista, viendo aquella ciudad de Dios tan magnifica y hermosa.

La belleza de los ciudadanos dará nuevo realce a la belleza de la ciudad: todo ellos estarán vestidos como reyes, porque todo lo son en efecto, como dice San Agustín.

¡Qué placer será mirar a la reina María Santísima, que se dejará ver más bella que todos los demás habitantes del paraíso! ¡Qué placer será ver después la belleza de Jesucristo! Dice S. Teresa, apenas vio una mano de nuestro divino Redentor Jesús, se quedó absorta de contemplar tanta belleza.

El olfato se saciará de olores, pero de olores del paraíso. El oído se saciará de armonías celestiales. S. Francisco oyó una vez el instrumento que tañía un ángel, y casi murió de gozo. ¿Qué será, pues, oír cantar a los santos y a los ángeles las alabanzas del Criador del cielo y del Redentor de los hombres? Será como dice el Salmo 88, 5: “Alabarte han por los siglos de los siglos”

¿Qué será oír cantar a María Santísima alabando a Dios? San Francisco de Sales dice, que la voz de María será semejante a la de un ruiseñor en un bosque que canta más dulcemente que los demás pajarillos que se oyen al derredor. Finalmente, en el paraíso se hallan cuantas delicias podamos desear e imaginar.

4.- Pero las delicias que se han considerado hasta aquí, son los menores bienes que hay en el paraíso. Su delicia principal es amar y ver a Dios cara a cara: Totum quod expectamus, dice S. Agustín, due syllabae sunt, Deus.

El premio que Dios nos promete, no es solamente la belleza, la armonía y los otros bienes de aquella feliz ciudad, sino el mismo Dios que se deja ver de los bienaventurados, como dijo el Señor a Abraham: “Yo soy tu galardón sobre manera grande” (Gén., XV, 1).

Escribe S. Agustín, que, si Dios dejase ver a los condenados su belleza, el mismo infierno se convertiría repentinamente en un paraíso. (Lib. de Tripl. habil. t. 9) Y añade, que, si se permitiese a un alma salida de este mundo de esta la elección, o ver a Dios, y de sufrir las penas del infierno, o de no verle y quedar libre de ellas, elegiría antes ver a Dios y sufrir aquellas penas, que no verle y librarse de ellas.

5.- Los goces del espíritu aventajan mucho a los goces de los sentidos. El amar a Dios aun en esta vida, es una cosa tan dulce, ya que cuando se comunica con las almas a quienes Dios ama, esto basta para ser elevar de la tierra hasta sus mismos cuerpos. Eso precisamente le sucedió a S. Pedro de Alcántara quien tuvo una vez un éxtasis amoroso tan fuerte, que, abrazándose a un árbol, le levantó en alto, arrancándole de raíz.

Es tan extraordinaria la dulzura del divino amor, que los santos mártires no sentían los tormentos que padecían y alababan al Señor. Por eso escribe S. Agustín, que, estando S. Lorenzo sobre el fuego en las parrillas, el ardor del amor divino no le dejaba sentir el ardor del fuego.

Aun a los pecadores que lloran sus culpas les hace Dios sentir tanta dulzura, que es superior a todos los placeres de la tierra, y por esto dice S. Bernardo: “Si tanta dulzura causa llorar por ti ¿qué dulzura no causará gozar de ti?

6.- Cuánta dulzura no experimenta un alma a quien Dios manifiesta en la oración su bondad, las misericordias que ha usado con ella, y especialmente el amor que le manifestó Jesucristo en su Pasión? Entonces se siente derretir en el amor divino.

Dice S. Pablo en I. Cor., XIII, 2: “Es verdad que en este mundo no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara. ¿Qué sucederá, pues, cuando se levante este velo y podamos verle cara a cara? Entonces contemplaremos toda su belleza, todo su poder, todas sus perfecciones, todo el amor que nos tiene.

Dice el libro del Eclesiástico IX, 1: “No sabe el hombre si es digno de amor o de odio”. Es por eso, que la mayor pena que aflige en este mundo a las almas que aman a Dios, es el temor de no amarle y de no ser amadas de Él; pero en el paraíso el alma está segura de que ama y de que es amada por Dios. Ahí se verá que el Señor la tiene abrazada con grande amor, y que este no se ha de acabar jamás.

Este amor crecerá entonces en el alma con la convicción que tiene de lo mucho que la amó Jesucristo cuando se ofreció en sacrificio por ella en Ara de la cruz, y se convirtió en manjar en el sacramento de la Eucaristía.

Entonces verá juntas con toda claridad todas las gracias que Dios le ha hecho y todos los auxilios que le ha dado para preservarla del pecado y atraerla a su amor: verá, que aquellas tribulaciones, aquella pobreza, aquellas enfermedades y persecuciones que ella cría desgracias o maldiciones, no fueron otra cosa que amor y medio de que se valió la divina Providencia para conducirla al paraíso.

Verá todas las inspiraciones amorosas y las misericordias que Dios usó con ella, después que ella le despreció con sus pecados. Verá desde el monte feliz del paraíso tantas almas condenadas en el abismo del infierno, menos culpables que ella, y se alegrará de verse salva, y segura de no poder ya perder a Dios.

8.- Los placeres de este mundo no pueden saciar nuestros deseos: al principio lisonjean y agradan a nuestros sentidos, pero se van embotando poco a poco y ya no nos causan ilusión. Al contrario, los bienes del cielo sacian siempre y dejan perfectamente contento el corazón, como dice el rey David en el Salmo XVI, 15: “Y me saciaré, al despertar, de tu gloria”.

Y aunque sacian estos goces y deseos plenamente siempre parecen nuevos, como si fuese la primera vez que se experimentan: siempre deleitan, siempre se desean, y siempre se obtienen. Por eso, dice S. Gregorio que la saciedad acompaña al deseo. (Lib., XVIII. Mor. c. 18).

De modo que el deseo no engendra en los elegidos el fastidio, porque siempre queda satisfecho; y la saciedad no engendra el disgusto, porque va siempre saciada, y siempre deseosa de aquellos goces.

De aquí se sigue, que, así como los condenados son vasos llenos de ira como dice S. Pablo: “Vasa irse” (Rom., IX, 22): así los bienaventurados son vasos llenos de misericordia y de alegría, de modo que no tienen más que desear, como dice el Salmo XXXV, 9: “Quedarán embriagados con la abundancia de tu casa”.

Entonces sucederá que viendo el alma la belleza de Dios, se inflamará y embriagará de tanto amor divino, que quedará absorta y confundida en Dios; porque se olvidará de sí misma, y no pensará sino en amar y alabar aquel inmenso bien que posee y poseerá siempre, sin temor de perderle en adelante.

En este mundo aman a Dios las almas justas; mas no pueden amarle con toda su fuerza, ni siempre actualmente. Santo Tomás dice, que este amor perfecto solamente está concedido a los ciudadanos del cielo, que aman a Dios con todo el corazón, y no cesan jamás de amarle. (II, 2. aqueste. art. IV, ad 2)

9.- Tiene pues razón S. Agustín por decir, que, para conseguir la gloria eterna del paraíso, deberíamos abrazar voluntariamente un trabajo eterno. Sin embargo, el rey David dice en el Salmo LV, 8: “Que el Señor por poca cosa los hará salvos”.

Poco han hecho en efecto los santos para conseguir el paraíso: poco tantos reyes que han renunciado sus reinos para encerrarse en la estrechez de un claustro: poco tantos ermitaños que han ido a sepultarse en una gruta: poco tantos mártires que han sufrido los tormentos, las uñas de hierro y las láminas candentes.

Dice S. Pablo que todo esto: “No es nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros” (Cor., VIII, 18). ¿Qué vale todo esto, comparado con aquel mar de eternos goces, en que ha de permanecer eternamente el bienaventurado?

10.- Tengamos, pues, ánimo para sufrir con paciencia cuanto nos toque padecer en este breve plazo de vida que nos resta; porque todo esto es poco y aun nada, si se compara con la gloria del paraíso. Todas estas penas, dolores y persecuciones tendrán fin un día, y se nos convertirán, si nos salvamos, en gozo eterno, así como dice S. Juan: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo” (XVI, 20).

Cuando nos aflijan los dolores de esta vida, levantemos los ojos al cielo, y consolémonos con la esperanza del paraíso. Preguntada al tiempo de morir santa María Egipcíaca por el abad S. Zóssimo, como había podido vivir cuarenta y siete años en el desierto, respondió: “Con la esperanza del paraíso”. Con esta virtud de la esperanza no sentiremos nosotros tampoco las tribulaciones de esta vida.

Por último, hermanos míos, valor y perseverancia, ya que, amando a Dios, conseguiremos el paraíso: allí nos esperan los santos, allí nos espera nuestra reina, María Santísima, allí nos espera Jesucristo que está con la corona en la mano, para coronarnos reyes de aquel reino que no ha de tener fin.

Gran parte de este escrito fue tomado del Libro: “Sermones y Dominicas del Año” de San Alfonso María de Ligorio.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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