Cómo debemos acércanos a Jesús

“He aquí una mujer que se acercó a Jesús y lo toco”

El Evangelio de este domingo XXIII después de Pentecostés nos narra dos grandes milagros realizados por Nuestro Señor Jesucristo; la curación de la hemorroisa que tenía varios años sufriendo del flujo de sangre y la resurrección de la hija de Jairo.

Estamos enfermos espiritualmente, nuestras enfermedades son las pasiones mal gobernadas. Jesús, nuestro médico divino, no espera, nos invita con amor inefable: “Venid a mí todos los que están fatigados y cargados de penas que yo les aliviaré” (Mt-. XI, 28).

¿Qué es acercarse a Jesús y tocarle?

Jesús se pone a nuestro alcance, sobre todo en la oración, en la confesión y en el Santísimo Sacramento del altar.

1. En la oración. ¿En qué consiste la oración? Orar es ir a Jesús y acercarse a Él con toda confianza, para exponerle nuestras necesidades y pedirle sus gracias.

Cubiertos de la lepra de nuestros pecados, nosotros no somos dignos de acercarnos a Él y, si no fuese por su bondad, más bien deberíamos mantenernos a distancia y temblando. Pero luego que nos ve acercarnos con respeto, humildad y confianza, viene a nuestro encuentro, nos abraza y pone a nuestra disposición los tesoros de su bondad.

2. En el santo tribunal de la penitencia. Sobre todo, aquí es donde Jesús reside como médico caritativo, esperando con amor a los pobre enfermos, invitándolos, recibiéndolos con los brazos abiertos. ¡Cuántas hemorroísas han encontrado aquí la curación y la salud! ¡Con qué ternura Jesús cura las llagas de estas pobres almas, les unta aceite y vino! (Luc., X, 34)

Con una sola palabra las resucita, las cura, las purifica, las vivifica: Porque es Cristo quien está en el confesionario en la persona de su sacerdote.

3. En Santísimo Sacramento. Se hace accesible a todos en el sacramento de su amor. Allí nos espera noche y día. Se ha hecho nuestra Víctima, nuestro Mediador e intercesor, nuestro alimento. “Oh cosa admirable, alimento de los pobres es el Señor, siervo y humilde”.

¡Con qué inefable dulzura nos deja acercarse a Él y se deja tocar por nosotros! Y nuestro pobre corazón viene a ser su sagrario y copón. Acaso ¿No somos nosotros más favorecidos y más dichosos que la hemorroisa? Pero, ¿dónde está nuestro agradecimiento?

Cómo hay que acercarse a Jesús

1. En la oración. Acerquémonos con fe, respeto, humildad y plena confianza; no temamos pedirle, tanto para nosotros como para los demás, todas las gracias necesarias.

2. En el santo tribunal. Acerquémonos con un corazón contrito y humillado, detestando nuestros pecados, confesándolos con toda sinceridad e integridad, prometiéndole no volver a recaer en ellos y evitar todas las ocasiones próximas de pecado.

En la persona del sacerdote veamos al mismo Jesucristo, el divino Médico que puede y quiere curarnos de todas nuestras enfermedades espirituales.

3. En el Santísimo Sacramento. Acerquémonos al altar, asistamos a la Santa Misa con las piadosas disposiciones que tenían en el Calvario el buen Ladrón, la Magdalena y San Juan. Visitemos a Nuestro Señor presente en el Sagrario con la fe, el temor, el amor de la hemorroisa.

Pero sobre todo acerquémonos a la Comunión con los más vivos sentimientos de fe, de humildad, de confianza y de amor: “Señor, no soy digno” llevemos allí la pureza de los ángeles y el amor de los serafines y recordemos el efecto que producen en el alma la buena o mala Comunión.

Recordemos las palabras de la Secuencia de la Misa de Corpus Christi: “El sumo bien, y el sumo mal, sorteamos por igual, la vida y la muerte”.

Efectos maravillosos del contacto con Jesús.

1. En la oración. Jesús nos escucha, nos atiende, nos consuela, nos ilumina, nos fortifica, nos colma de gracias.

2. En el santo tribunal. Nos fortifica, nos purifica con su sangre, de todas las manchas de nuestros pecados, nos devuelve la gracia santificante. Allí sale de Jesús una virtud para curarnos, y una palabra amorosa que nos tranquiliza diciéndonos: “Confía, hija, tu fe te ha salvado”, “He aquí que estas sana”, “No peques más”, “Vete en paz”. (Mateo IX, 22; Juan V, 14; Marcos V, 34).

¡Oh! ¿quién podrá decir la hermosura de un alma que sale purificada de este sacramento? ¡Qué paz, qué dicha para ella!

3. En el Santísimo Sacramento. Aquí, Jesús, está repleto de gracia, y el alma se santifica, se enriquece con toda suerte de gracias, y nos da a nosotros su futura gloria.

En el Santo Sacrificio, con los ojos de la fe el alma ve a Jesús. Deberíamos volver del altar como descendía Moisés del monte: “Con su rostro radiante, después de haber hablado con el Señor” (Ex., XXXIV, 29). ¡Oh, qué felicidad del sacerdote de Jesús!

Visitando a Jesús en el Santísimo Sacramento, el alma se acerca a Jesús y conversa con Él de corazón a corazón; y Jesús la consuela y le manifiesta su santa voluntad y sus deseos.

En la Sagrada Comunión nos convertimos en concorpóreos con Jesús. Ya no puede darse una unión,

más íntima. ¿Cómo podría esta lengua que ha tocado el cuerpo sagrado de Jesús pronunciar palabras pecaminosas?

Y este corazón, que ha sido su sagrario, ¿cómo podría albergar pensamientos y deseos culpables y contristar a su divino Huésped? Acaso ¿No se ha convertido todo nuestro cuerpo en templo de Dios? Ahora bien: “si quieres manchar el templo de Dios, Dios sale de él” (Cor., III, 16 y 17).

Es Jesús que vive en nosotros, por lo mismo podríamos decir con San Pablo: “Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi”. (Gal., II, 20).

Por último: Acerquémonos a Jesús cuanto podamos, a fin de ser curados y santificados como a hemorroisa, y de merecer la dicha de gozar de Jesús durante la eternidad.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

Sinceramente en Cristo

Mons. Martín Dávila Gándara

Obispo en Misiones

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