La Iglesia invita a todos sus hijos a celebrar con alegría la Natividad de la Santísima Virgen. El universo desde hace varios siglos, suspiraba por el Redentor prometido, y el profeta Isaías había predicho que una Virgen concebiría y daría a luz un hijo.
Pues bien, nosotros celebramos hoy la venida de esta virgen predestinada; ella nos hace presentir que bien pronto va a aparecer el Deseado de las naciones, el Mesías.
¡Hermanos, postrémonos en espíritu ante la cuna de María, y meditemos!
Por lo mismo, debemos de considerar tres simples pensamientos: 1) Los privilegios y los dones extraordinarios que recibió María en su nacimiento; 2) Cómo correspondió María a tales gracias; 3) Cómo hemos de santificar esta hermosa festividad.
PRIVILEGIOS Y DONES QUE RECIBIÓ MARÍA
1o. María es de estirpe real. Por parte de su padre descendiente de una familia real, y por parte de su madre, de la familia sacerdotal.
2o. Su nacimiento es completamente milagroso. Porque sus padres, Joaquín y Ana, ya estaban adelantados en edad y no tenían hijos. Estos dos santos esposos multiplicaron sus oraciones y sus buenas obras, y Dios escuchó sus piadosos deseos.
Por lo tanto, les fue revelado que tendrían una hija, de la que Dios quería servirse para la salvación de Israel. Por eso, ¿cómo concebir su alegría y su gratitud a Dios en el nacimiento de esta niña bendita?
3o. Además de los dones corporales—queriendo Dios que aquella de quien debía nacer su Hijo estuviese dotada de toda hermosura y de todas las perfecciones—, es por eso, que María, desde su nacimiento, estuvo colmada de gracias y en un estado de santidad eminentísimo.
Todo ello, debido porque habiendo sido, por un singular privilegio, preservada de la mancha original, ya desde el primer día fue el objeto de las divinas complacencias. Por eso, nos dice el libro de los Proverbios IX, 1 que: “La sabiduría se ha edificado su casa”. Por lo mismo, nadie puede expresar la magnificencia desplegada por el Señor en este Santuario, que había de albergarle durante nueve meses.
4o. Otra prerrogativa de María es que desde su nacimiento gozaba de perfecto uso de razón, conociendo a su Creador, adorándole, animándole y produciendo desde entonces actos de las más eminentes virtudes.
Puede decirse que Dios le había dispensado una triple plenitud de bienes: plenitud de gracia y de santidad en su alma, de luz y de sabiduría en su inteligencia, de virtud y de perfección en su voluntad, así como dice el Salmo 44, 14: “Toda radiante de gloria entra la hija del rey”.
El Papa Pío IX, en su Bula Ineffabilis Deus, del 8 de diciembre 1854, donde define el dogma de la “Inmaculada Concepción”, es donde resume en cierta manera las admirables liberalidades de Dios para con María. Léase dicha Bula.
COMO CORRESPONDIÓ MARÍA A TANTAS GRACIAS
1o. Virgo fidelis (Virgen fiel). No solamente María conservó la gracia y la santidad recibidas desde el principio, sino que la aumentó sin cesar con su fidelidad y su generosidad. Abrazada en el amor de Dios, aplicada en agradarle en todo, multiplicando sus actos de virtud, en una palabra, utilizando todos los medios posibles de santificación, y aumentando cada día su tesoro de gracias y de méritos.
Por eso, quince años más tarde, el Ángel Gabriel, apareciéndosele, podía con toda razón saludarla, diciéndole: “María Gratia Plena o llena de gracia el Señor es contigo”. Todos los santos concuerdan en asegurar que el grado de perfección a donde ella llegó sobrepuja a toda idea, y San Pedro Damiano los resume en cierta manera en esta alabanza: “Virgen singular que supera inmensamente y con brillantes la gracia”
2o. San Ambrosio, en el admirable retrato que nos trazó de María, dice: “hablaba poco, y sólo cuando lo pedían la gloria de Dios o la utilidad del prójimo; era humilde, mansa, obediente, llena de caridad y de atención, mortificada y aplicada al trabajo, atenta a agradar a Dios y a amarle siempre más”.
CÓMO HEMOS DE SANTIFICAR ESTA FESTIVIDAD
1o. María tuvo la dicha de nacer en estado de gracia y de santidad, y ¿quién podrá decir su amor y su gratitud, desde el momento en que apareció en la tierra?
Pero nosotros, al contrario, hemos nacido pecadores y enemigos de Dios. Sin embargo, Dios nos amó, y, con preferencia a muchos otros, nos sacó de las tinieblas a su luz admirable, a la gracia del Bautismo; nos admitió a su amistad, nos reconoció por sus hijos suyos, hermanos de Jesucristo y herederos del cielo.
¿Qué hemos hecho nosotros para merecer tales gracias? A los cual San Pablo responde en Efes., II, 5: “Y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo—de gracia habéis sido salvados”.
¿Dónde está nuestro agradecimiento? Duele decirlo, pero debe decirse. ¡Cuántos cristianos son indiferentes e ingratos, y olvidan su dignidad de hijos de Dios, y ponen su dicha y su gloria en las caducas miserias de la tierra! Por eso, dice el Salmo IV, 3: “¿Hasta cuándo hijos de los hombres convierten mi gloria en ignominia? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?”.
¡Oh, María!, ayúdanos a apreciar esta gracia primera de nuestro bautismo, que ha sido la fuente de tantas otras, y a mirar como nuestro más hermoso título de gloria el de cristianos, de hijos de Dios, de miembros del cuerpo místico de Jesucristo, de descendientes de los Santos. De lo cual nos ha dado ejemplo San Luis Rey Francia.
2o. Hemos visto cómo la Santísima Virgen supo hacer fructificar maravillosamente las gracias recibidas y de qué manera admirable progresó en santidad y perfección.
Pero nosotros, ¿qué hemos hecho de la gracia que se nos confirió en el Bautismo o que se nos restituyó en el sacramento de la Penitencia, lamentablemente ¿No hemos enterrado miserablemente este precioso talento, del que, sin embargo, hemos de dar cuenta?
¡Cuántos cristianos, en efecto, abusaron de él, lo han disipado, perdido! ¡Qué negligencia, qué tibieza! ¿Dónde están nuestros progresos en la perfección? ¿Tenemos cuidado de hacer con frecuencia actos de fe, de esperanza, de caridad; de ejercitarnos sin cesar en la práctica de las virtudes cristianas, ¿cómo la humildad, castidad, la mortificación, la paciencia, la mansedumbre, la caridad?
En estas señales es donde Dios reconoce a sus hijos. Ojalá los cristianos mostremos tanto cuidado en guardar y aumentar en ellos la gracia como el que tienen en conservar y aumentar sus riquezas temporales, y entonces pronto seriamos santos y dignos de cielo.
3o. Si María puso tal aplicación en hacer fructificar la gracia y en ser más y más santa y agradable a Dios, es porque debía llevar en su casto seno al Hijo de Dios, al Dios de toda santidad, y podía decir con mayor razón todavía con su antepasado el rey David: “Porque la casa no es para los hombres, sino para Yahvé Dios” (I Par., XXIX, 1).
Pues bien, todos nosotros, ¿no debemos ser también los tabernáculos vivos de Jesús, recibiéndole en nosotros en la sagrada Comunión? El mismo Jesús nos impuso obligación de ello. ¡qué honor y felicidad para nosotros si quisiéramos reflexionar más en esto! Y ¡qué pureza y qué santidad deberíamos tener! Pero, sin embargo, ¡cuántos hijos de Dios no quieren recibir a su Padre, o le reciben mal!
Para que esto, no suceda, acudamos a María Santísima y pidámosle que nos ayude a recibirle dignamente.
Por último, demos honor a Dios, y nuestro parabién en esta festividad a nuestra Madre y nuestra Reina María Santísima.