Tanto el dejarse llevar de las impresiones como la falta de control en los impulsos son las dos formas de la debilidad de los padres que destruyen la autoridad en la educación de los hijos. Lo contrario a esto, es la virtud de la “Ecuanimidad”, que consiste en el control de las impresiones y de los impulsos.
Aunque en el hombre pueden darse estos vicios, vienen siendo más común en las mujeres. Ya que ambos defectos nacen de la peculiaridad psicológica de la mujer. Debido al predominio afectivo y sentimental en el carácter femenino, que se acentúa en forma que llega hasta desequilibrar la personalidad.
Esto sucede, cuando en la juventud, no se trabajó lo suficientemente, para lograr un total dominio de sí mismo y para producir una hermosa síntesis en su cabeza, de equilibrio, criterio, reflexión, ponderación, y una voluntad amante del sacrificio, resuelta y enérgica, sin perder la característica femenina.
La mujer y madre debe de preocuparse, por ser dueña de sí misma y poder medir todas las actitudes, sin que los impulsos incontrolados y las impresiones ganen la delantera y precipiten a toda la persona en actos desmedidos e incontrolados.
Por lo mismo. Todo esto debe ser motivo de un examen de conciencia continuo, durante toda la vida, pues, de no ser superadas esas dos tendencias, acabará la madre misma por destruir toda la obra de educación en los hijos que se desea vivamente realizar en forma perfecta.
Esa es la razón que nos explica el fenómeno extraño de algunas madres que son perfectas en su doctrina; ya que lo saben todo a las mil maravillas; pero sus frutos que recogen están en razón inversa de lo que saben.
Y se preguntarán ¿Por qué? Porque no basta saber. Es necesario ser; y cuando no se ha sabido conquistar ese “ser”, porque no ha habido formación y trabajo inteligente, perseverante y reformador, tampoco se puede obrar.
Ya que el obrar, dicen los filósofos, sigue siempre al ser. Es necesario ser. Es decir, es necesario haber convertido en vida propia las propias ideas; entonces habrá autoridad reformadora para actuar en la conducta de los individuos.
Las palabras son eficaces en la medida en que están respaldadas por una vida; y quien vive las cosas, no es necesario que hable mucho. Es por eso que dice, profundamente y pedagógicamente S. Juan Bosco: “En la educación, pocas palabras y muchos hechos.”
Esto es para no olvidarse: “pocas palabras, y muchos hechos.” Ya que la abundancia de palabras y también las múltiples actitudes, que a nada conducen, nacen de esa inconsciencia con que obran la personas cuando se dejan arrastrar por sus internas pasiones, que les impiden ser racionales en determinados momentos.
Paulhan dice del impulsivo: “El tipo impulsivo abarca muchos individuos de pasiones enérgicas, vivas, mal disciplinadas; pasiones que imperan en el alma una en pos de otra. Por eso pasan los impulsivos con suma facilidad de la risa a las lágrimas, de la cólera a la ironía y a la alegría, de la amistad a la indiferencia y al odio.”
Háyanse constantemente en un estado de equilibrio inestable: sus pasiones son fuertes; la voluntad que debería equilibrarlas es floja y de fácil corrupción. De suerte que se hallan a modo para que las pasiones casi siempre los dominen.
Las madres que tienen un temperamento impulsivo deben pensar que, si desean verdaderamente triunfar en su misión de educadoras, es decir, si de hecho quieren dejar huella profunda en el alma de los hijos, es necesario que no midan sacrificios y esfuerzos para dominar su temperamento impulsivo e impresionable.
Ya me parece oír a alguien que dice: “Sí, es fácil decirlo; pero yo ya soy así y ¡qué le voy a hacer!”
Lamentablemente, esa frase vulgar, y llena de una estúpida indolencia, es la ruina de tantos hijos. Ya que una madre no puede ser vulgar. Debe sentir por su propia dignidad la necesidad de superarse: su amor a los hijos debe traducirse en una voluntad resuelta a realizar en sí misma lo que quieren que sean ellos.
Por otra parte, una madre que, más o menos, diga esa frase, da a entender que no ha soñado nunca con un ideal; y, por tanto, no tiene una meta, no sabe a donde va con sus hijos; esta desorientada y sin formación; es decir, será ella la ruina de los hijos que ha traído al mundo.
Esto es una grave advertencia para las jóvenes de hoy en día. La frivolidad, la irresponsabilidad con que van perdiendo los mejores años de su juventud, las prepara para formar hogares e hijos infelices, porque no sentirán orgullo, admiración ni amor por aquella misión que para todos es lo más grande que existe en la tierra.
CAMINO DE PASIONES
La impulsividad no es sólo un defecto o una pasión que destruye la posibilidades de una oportuna actuación formadora, sino que abre los caminos a todas la otras pasiones. Decir que una persona es impulsiva significa afirmar que se deja llevar por la fuerza de la pasión que estalla en su interior.
Hoy es de un orden, mañana puede ser de otro orden. Aun sin llegar a los casos extremos, se puede decir que los impulsivos arruinan todo lo que tocan. En primer lugar, por lo regular, en lo fundamental, un impulsivo jamás se gana la confianza, porque la esta matando momento a momento. Y donde no hay confianza, no es posible la educación.
Aleja los corazones, crea un clima de intranquilidad; y, en la turbación de los ánimos, no se puede hacer absolutamente nada. Agita y enturbia los espíritus. Se destruye a sí misma, pues se va haciendo desestimar cada día más; se rebaja, no inspira respeto ni veneración.
Una madre arrebatada, impulsiva, fogosa, pierde todo prestigio ante sus hijos. Y no hay que esperar a que los niños tengan muchos años. Muchas madres podrán escuchar de niños de siete u ocho años: “No seas loca.” Mamá es loca.”
Tal vez la madre lo toma, como muchos otros problemas, por el lado de la educación: y dirá “¡Qué niño mal educado! Esas cosas no se dicen.” Después de las palabras, los hechos: un buen castigo, unos llantos fuertes, unos gritos más amenazadores de la madre, unos pucheros hondos, y reina el silencio.
Pero esa madre o ese padre no advirtió que no fue un gesto de mala educación, no fue una falta de urbanidad. Fue algo mucho más profundo y trágico: el niño no es un mal educado. El mal educado, en todo sentido psicológico y espiritual de la palabra, es el padre o la madre.
Así es, como lo ve su hijo. El no sabe, como las personas mayores, ocultar lo que piensa. Así lo ve él, y así lo dice. ¿Es fuerte, que un hijo le diga a sus padres esas cosas? Pero hay mucha cobardía de los padres por no reconocer que los dominan dichas pasiones que los hacen ver ante sus hijos como locos, es por eso que toman la coartada de la urbanidad, y se escapan y huyen de sí mismos, y de toda verdad que les lanzan al rostro la inocencia de quien no sabe disimular.
¿Por qué no enfrentarse, aunque sea por primera vez en la vida, a ustedes mismos?
Dejen que el puñal que les acaban de clavar les haga sangrar lo suficiente como para comprender que Dios los toca a través de sus hijos, allí donde ustedes nunca quisieron hacerlo porque prefirieron la superficialidad al enfoque serio y a la responsabilidad de la vida: prefiriendo huir de ustedes mismos, antes que hacer frente a la tarea de reformarse.
Aprovechen y corran apresuradamente, madres que le leen esto, y borren no con un castigo, sino con la voluntad resuelta de reformarse, la impresión que se ha grabado en el espíritu tierno de sus hijos para que, cuando ellos reflexionen más, las vean distintas, y las vean como se sueña y como todos soñamos y quisiéramos que fuera el ser que nos dio la vida y todo su corazón.
La impulsividad es una terrible indiscreta que pone de manifiesto todas las debilidades, todas las miserias. Más que un defecto, es la puerta por la que se ve toda el alma.
También todo esto puede valer para los hombres, muchos de los cuales llevan al hogar una susceptibilidad, una impulsividad y una falta de tino que destruye la paz y la posibilidad de cualquier obra.
¡Lamentablemente cuán pocos son los padres que se han preocupado de este problema del dominio de sí mismos! Y no es tampoco este dominio una cualidad: sino es el fruto de muchas cualidades que deben enriquecer el espíritu.
¡Oh, qué bendición sería si, al menos por causa de los hijos, muchos padres se encontraran consigo mismos!
Muchos padres, en la juventud, fueron eternos fugitivos que huyeron de sí mismos y de los problemas; y, ahora, frente a los hijos, resuenan sus almas de puro vacío. ¡Qué desolación y que tristeza!
LA SERENIDAD
La serenidad, no temperamental, sino fruto de una conquista, de un fuerte dominio, es siempre índice de grandeza del alma. Los impulsivos son siempre mediocres. Los hombres de mal carácter son los demonios del hogar.
En el plano muy próximo al impulsivo está el impresionable. Este se halla a merced no ya de una pasión que actúa en forma constante, sino a merced de todas las impresiones exteriores.
Las impresiones son fuertes y la reacción súbita, sin que intervenga ningún regulador. Los impresionables, generalmente, no tienen un plan determinado en su obrar porque las impresiones, inevitables en cada día, perturban cien veces lo que tenían programado. Además, el humor no está una sola hora del mismo modo: como sensibilísima cuerda, vibra al más leve roce.
No hay discriminación de asuntos, porque no se regula por el cerebro, sino por la impresión nerviosa o sensible. No conoce ya ninguna jerarquía: sea en lo que ocasiona sufrimiento, sea en sus apreciaciones o en la distribución de los cargos. Todo adquiere un denominador común: sus impresiones. Las impresiones dominan; obra siempre rápida y automáticamente en la dirección de la respuesta mecánica a la impresión.
Jamás se podrá acercar con la esperanza de encontrar un lago sereno. En el curso de una conversación que se realiza con una persona que se deja llevar por las impresiones, es difícil seguir adelante, porque las cosas que se le dicen no las toma intelectualmente, sino que las transforma en puros movimientos reflejos de las impresiones que le causan las palabras. No se podrá fiar de poseer su criterio ni su norma. No se puede confiar que mantendrá una orden dada, porque no está en nuestras manos impedirle otras impresiones.
Cuando volvamos, se encontrará otro estado afectivo, otro criterio, otra orden, hasta otra manera de pensar con respecto a nosotros mismos. Si esto es terrible para nosotros los adultos. ¿Qué será para los pobres niños que tienen que soportar a una madre o a un padre impresionable? ¡Qué martirio! Porque los impresionables pertenecen a la categoría, si bien no siempre, a los de los incoherentes. Esto no por anormalidad, sino por la variedad de actitudes que responde a la pluralidad de impresiones.
La carencia de la finalidad y de método, de firmeza y de constancia, de serenidad y de sacrificio, y de voluntad enérgica para sobreponerse. Todo eso trae una incoherencia de conducta que es destructora de la personalidad del niño.
Hay madres que mandan y prohíben, ordenan y desordenan, que exigen y que aflojan, que gritan y se callan en idénticas circunstancias, que intensifican los castigos no por la jerarquía de las faltas, sino por el aumento de la impresión, así, realmente, no se puede pretender una verdadera obra de educación.
En otros casos, la impresionabilidad excesiva crea verdaderas obsesiones en el espíritu de las madres. Es este tipo de impresionabilidad y de sugestión lo que origina ciertos casos de obstinación en los niños. Las madres se emocionan, sufren, lloran, se desesperan porque sus chicos son obstinados; no los pueden mover; desobedecen cada día más. Los castigan y nada consiguen. ¿Qué pasa? Muy sencillo: ¡Debe calmarse la madre!
El niño observa. No tiene otra cosa que hacer. Observa y advierte que la madre es variable, se impresiona, hace y deshace en un momento. Ya la vio muchas veces prometer y no cumplir. Recuerda que cuando ordenó apasionadamente, luego se impresionó por lo que había mandado, y suspendió la orden o el castigo, o interrumpió el trabajo.
Y el niño se hace su composición de lugar. La madre varía, cambia. Yo me planto, yo me obstino, y es cuestión de esperar.
Esta obstinación terrible no tiene nada de terrible. Significa sencillamente que el niño es un buen psicólogo, que aprovecha de su conocimiento para su provecho. Es terrible el conocimiento de los niños; extraordinario su poder de intuición.
Fácilmente se podrá comprender cómo es fundamental el dominio de sí mismo. El niño no puede tomar otra actitud que la de acomodarse poco a poco a lo que los padres quieren, porque sabe que, cuando se quiere, “no se hace teatro”; pero se debe cumplir lo que se quiere.
Nada de palabras, nada de gritos, ni rabietas, ni lamentaciones en serie. Sino silencio, reflexión; luego se exige lo que nítidamente se les dijo en poquísimas palabras. Sin inmutarse, hay que exigirlo, exigirlo fuerte y serenamente.
Y en poco tiempo cambiará todo el panorama. Ese panorama será el espejo de nuestro interior. En la educación, pocas palabras y muchos hechos, como muy bien lo dijo San Juan Bosco.
Gran parte de este escrito fue tomado del libro “Paternidad y Autoridad” del P. Eduardo Pavanetti sacerdote Salesiano.