Preparación inmediata de la Redención
Vista general. Llámase Tiempo de Pasión a las dos últimas semanas de Cuaresma, en las cuales el tema de los padecimientos y persecuciones del Salvador es el principal en la liturgia, mientras el de la instrucción de los catecúmenos y preparación de los penitentes públicos para su reconciliación, pasa ya a segunda línea.
Es, pues, la misma Santa Cuaresma, pero más íntimamente vivida con Jesucristo, Varón de dolores, cuyas humillaciones y tormentos, a la par que excitan la compasión de los buenos cristianos, los predisponen a la compunción del corazón.
En este tiempo en Jesús todo está en él sombreado por el leño de la Cruz, ese “árbol esbelto y refulgente, ataviado con la púrpura real”, como canta con aires de triunfo la Iglesia, repitiendo sin cesar, en estos días, las bellas estrofas del Vexilla Regís, de Venancio Fortunato.
En la primera de estas dos semanas, evoca la liturgia los seis últimos meses de la vida pública de Jesús, época de las grandes polémicas con los judíos y de las persecuciones, descaradas ya y agresivas, de sus enemigos. Jesús sólo se les aparece a intervalos; pues los ve tan enconados contra su persona, que tiene que huirles, para dar tiempo a que llegue su hora. Son seis meses de humillaciones y de afrentas; seis meses de verdadera Pasión, pero todavía incruenta.
Los textos litúrgicos van descubriéndonos, día tras día, nuevos aspectos de esta furibunda persecución. El domingo vemos a los judíos arrojándole piedras, el lunes, ingeniándose para prenderle; el martes, a punto de matarle; el miércoles, queriendo de nuevo apedrearle, el jueves, acechándole, en casa del fariseo Simón, mientras perdona Él a la Magdalena; el viernes, tramando ya definitivamente su muerte, y el sábado, acorralándolo de tal forma que le obligan a esconderse para no adelantar los acontecimientos.
En la segunda semana, la “Semana santa” que nosotros llamamos, o la “Semana penosa“, como la denominaban los antiguos, la liturgia reproduce con los más vivos colores los últimos episodios de la vida de Jesús: los postreros destellos del Sol de Justicia, venido a alumbrar a este mundo entenebrecido por la culpa; las terribles peripecias que rodean la obra maestra de nuestra redención.
El domingo, lunes y miércoles santo son días de brillante aurora, pero de sombrío ocaso. El Divino Maestro aparece glorioso por la mañana, enseña en público, discute, triunfa; pero al anochecer, se retira a casas amigas, como para ponerse al abrigo del espíritu de las tinieblas. El jueves, después de realizar, a los postres de la Cena legal, el milagro de amor de la Eucaristía, se entrega sin reservas en manos de sus enemigos, entre quienes muere el viernes, para salvarlos a ellos y con ellos al mundo prevaricador.
La actitud de la Iglesia. En vista de tantos tormentos y de ultrajes tan horribles como su Esposo padece, la Iglesia se cubre de luto riguroso, y cubre también con telas moradas las estatuas, los retablos y hasta el Crucifijo; pide al rey David y al profeta Jeremías sus salmos más lúgubres y sus más desoladoras lamentaciones.
Y con su palabra de Madre cariñosa, con su actitud de Esposa desolada, con las predicaciones, con las lecturas, con los cantos, en todos los tonos y en todas las formas, háblale a Jerusalén, que es el alma pecadora, y le dice una y otra y muchas veces a modo de sonsonete: “¡Jerusalén, Jerusalén, arrepiéntete, conviértete al Señor, Dios tuyo!”
El rito litúrgico que hace más sensible a los ojos de los fieles esta actitud dolorosa de la Iglesia en Tiempo de Pasión, es el de la velación de las imágenes, que prescribe el Ceremonial y que se efectúa el sábado anterior .
Históricamente, creemos hallar la clave de este rito en el de la penitencia pública. Como ya se ha dicho dicho en la antiguedad el primer día de Cuaresma se presentaban los penitentes en traje y en actitud humilde a la iglesia, de la que el obispo les despedía, después de imponerles la ceniza y vestirlos de saco y de cilicio como Dios despidió a Adán y Eva del paraíso— enviándolos hasta el Jueves Santo a algún monasterio de las afueras de la ciudad.
El rito de la expulsión perduró hasta el siglo XVI, en que, extendiéndose, por devoción, la penitencia pública y la recepción de la ceniza a la generalidad de los fieles, no fué ya posible expulsar del templo a todos los penitentes, que formaban mayoría. Para recordarles, no obstante, el suprimido rito y mantenerlos en la humildad, aislóseles, ya que no de la iglesia, del presbiterio, mediante una cortina roja suspendida de la bóveda.
Poco a poco, sin duda por no hallar práctico este sistema que deslucía y embarazaba las ceremonias litúrgicas, dicha cortina se fué acortando y reduciendo al velo actual, que apenas cubre las imágenes y la cruz. He aquí, pues el origen historico bórico y la razón de ser del cortinaje, de diversas hechuras y tamaños, según los países e iglesias, que se usa en la actualidad.
Los liturgistas simbolistas han visto en este rito un recurso piadoso para representar materialmente el hecho de haber tenido que esconderse el Señor en el templo para escapar al furor de sus enemigos que intentaron apedrearlo.
Tal, en efecto, autoriza a suponerlo la costumbre medioeval de cubrir el Crucifijo, justamente en el momento preciso de cantarse en la Misa el texto mismo del Evangelio alusivo a ese hecho. Al propio tiempo le atribuyen la virtud de recordar a los fieles que, durante esta temporada, Nuestro Señor veló su divinidad, dejándose prender y torturar como si; sólo fuese hombre, y hombre criminal.
Y conforme a esto, la razón de cubrir las imágenes de los Santos a la vez que la del Crucifijo, sería la de hacer ver que también los hijos participan de la confusión y oprobios del Padre, y que deben ellos también ocultar su gloria cuando la del Señor se desvanece a los ojos de los hombres. Que es la misma razón por la cual también se omiten en el oficio de Pasión los sufragios de los Santos.
Además de vestirse de luto riguroso, la Iglesia suprime, en Tiempo de Pasión, el Gloria Patri en el introito y en el salmo del Lavabo de la Misa, así como en el invitatorio y responsorios del oficio; y, además, todo el salmo Júdica del principio de la Misa.
El Gloria es un grito de triunfo y de alegría, y como la Iglesia quiere ir poco a poco inspirando a los fieles sentimientos de tristeza por los acontecimientos dolorosos que se avecinan, suprímelo en esos momentos solemnes de la Misa y del oficio, conservándolos solamente al final de los Salmos. En el último triduo de Pasión, días de completa desolación, ni en los Salmos se oirá ya esa doxología.
La omisión del salmo Júdica al principio de la Misa, no es una práctica muy antigua ni tiene un significado especial, ya que la oración que ahora reza el sacerdote al pie del altar, antes de comenzar el Introito, introdújose por primera vez en los países francos hacia el siglo VIII; y como ese salmo 42 cantábase en el Introito, por eso se suprimía antes de la confesión que precedía a la subida al ara del sacrificio.”
El triunfo de la Cruz. En medio de los acentos de dolor que con frecuencia exhala la liturgia de estos días, resuenan de vez en cuando en el templo notas verdaderamente triunfales que nos hacen por momentos dudar si celebramos alborozados alguna victoria gloriosa, o plañimos tristes acontecimientos.
Los lamentos de Jeremías contrastan notablemente, en Tiempo de Pasión, con los entusiasmos del prefacio de la Misa, y los de los himnos del poeta Fortunato, cuyas estrofas a la Cruz hacen por un instante olvidar, en vísperas, maitines y laudes, los textos melancólicos que les han precedido.
Ninguna otra bandera cual es la Santa Cruz, ha inspirado jamás himnos más brillantes que ésta del cristianismo, convertida, de instrumento infame que era, en insignia gloriosa, al contacto de los miembros de Cristo.
El prefacio canta con aires de triunfo: “En verdad es digno y justo… darte gracias a Ti, Padre Todopoderoso… que pusiste la salvación del género humano en el Árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol fué vencido, venciese en árbol, por Cristo, Señor nuestro…” Pocas palabras, pero significativas y concluyentes.
Entre los varios himnos que el gran poeta galo Fortunato compuso en honor de la Santa Cruz con ocasión de la llegada al monasterio benedictino de Poitiers, fundado por Santa Radegundis, de las insignes reliquias del Lígnum Crucis, se han hecho los más célebres: el Pange, lingua gloriosi praelium certáminis (canta, oh lengua, la victoria del más glorioso combate).
Este himno está dividido en el Breviario en dos partes, una para maitines y otras para laudes, conservándolo completo el Misal en la ceremonia de la Adoración de la Cruz del Viernes Santo: y el Vexilla Regís, el más conocido y celebrado, y que se emplea en Vísperas y en la procesión del Viernes Santo al monumento.
En la Edad Media, el culto de la Cruz sólo despertaba sentimientos de júbilo y de triunfo; sentimientos que los artistas plásticamente representaban en los crucifijos de la época, ciñendo a Cristo de una corona de gloria, y trocando la sangre de sus heridas por perlas de oro y piedras preciosas.
En realidad, son los mismos sentimientos que ha patrocinado la liturgia a través de los siglos, no obstante las representaciones dolorosas de los artistas modernos, repitiendo sin cesar en las diversas festividades de la Cruz los himnos triunfales de Venancio Fortunato, y acoplando al lado de ellos otros textos igualmente brillantes.
Extraído del libro: “La Flor de la Liturgia; Buenos Aires, Abadía San Benito, 6ta. Ed., 1951; pág.498-504.