“Os anuncio un gozo inmenso”
En la Navidad se nos anuncia con gozo la presencia del Emmanuel “Dios con nosotros” (Mt. I,23) El Dios que no ha abandonado al hombre, Aquél que “lo hizo a su imagen y semejanza” (Gen., I,26) es el mismo que ahora con el nacimiento de su Hijo, lo hace partícipe de su gracia, devolviéndole la dignidad perdida por el pecado (Gen., III,11).
Es una gracia extraordinaria que, en la celebración de la Navidad, tengamos la oportunidad de reconciliarnos, viviendo el misterio de Dios-con-nosotros, para que su venida ayude a todos los hombres a mirarnos con caridad y consideración, perdonándonos mutuamente nuestras faltas.
Navidad: Tiempo de Gozo Verdadero
No cabe duda que la nota más característica de la navidad es el gozo; pero un gozo dulcísimo. La liturgia de la Iglesia para expresarlo dice que: “los cielos se han hecho de miel”; la navidad nos hace notar un gozo universal que hace estremecer de júbilo toda la tierra; un gozo ingenuo e infantil que nos vuelve niños junto al Niño de Belén y que nos hace despertar los más hermosos recuerdos lejanos de nuestra infancia.
¡Cosa extraña! Nace un niño en la oscuridad de la noche, en una cueva, sobre las pajas de un pesebre, es decir, y sin duda todos podríamos para calificar ese nacimiento de desafortunado, de lamentable y de triste, y, sin embargo, esa cuna ha sido la fuente de donde ha brotado un océano de gozo que después de XX siglos, embriaga de júbilo a toda la humanidad, y la seguirá alegrando, aunque su vida sobre la tierra se prolongará por miles de años más.
¿Cómo se explica este misterio? El cielo es la patria del gozo, en él se disfruta de una dicha, de una felicidad que “no cabe en el corazón del hombre”. Y esa bienaventuranza de que gozan los ángeles, los santos y todos los elegidos, no es otra cosa que un reflejo del Gozo infinito de Dios.
La vida de Dios, independientemente de todas las criaturas, es una vida de gozo consumado, porque es una vida de amor perfecto, como del fuego brota la llama, así del amor nace la alegría.
Dios ha vivido siempre en una fiesta eterna. Y ¿cuál es la fiesta que regocija eternamente el Corazón de Dios? –Es el nacimiento de su Hijo, de un Hijo perfectísimo, tan perfecto que es Dios como su divino Padre. al contemplarse mutuamente se aman, y por decirlo así, uno se arroja en los brazos del otro, y ese amor con que se aman y ese abrazo con que se unen es un amor sustancial y personal, es el Espíritu Santo.
Por eso la vida de Dios es un perpetuo festín, es una fiesta eterna, es un gozo infinito.
Porque el gozo no es otra cosa que la fruición del que ama cuando posee a la persona amada, cuando se une a ella con lazos indisolubles. Mientras el amor no llega a esta unión, es un deseo torturante; pero, cuando la realiza, es un júbilo delicioso.
Para abundar en algo en este misterio, es preciso tomar alguna imagen de la tierra. Cuando los esposos cristianos se inclinan por primera vez sobre la cuna de su primer hijo, cuando lo contemplan durmiendo ese sueño que respira candor, inocencia y paz; cuando se miran retratados en los rasgos de esa criatura fruto de su amor, ¿podemos adivinar el gozo íntimo, la satisfacción inmensa, la ternura que conmueve sus corazones?
Sin embargo, esto no es más que un pálido reflejo de lo que produce en Dios su Paternidad divina. Fuente de toda paternidad en la tierra y en el cielo. ¡Es tan limitada la paternidad de los hombres! Se divide desde luego entre el padre y la madre, y se limita de suyo a la parte más imperfecta de nuestro ser. Además, cuando el hijo crece cuántas veces es motivo de grandes penas para sus padres.
Nada de eso acontece en Dios: su Hijo es el objeto de sus eternas complacencias, es el esplendor de la Luz eterna, es el espejo purísimo en que se retrata, es la difusión de su bondad, es la expresión adecuada de su perfección infinita, es su Palabra, es su Verbo.
De Él, el Divino Padre puede decirse con toda verdad: “Todo lo suyo es mío y todo lo mío es suyo”, y mutuamente se poseen con una posesión inamisible, en una unión que llega hasta la unidad.
Además, la Paternidad de Dios se ejercita constantemente, la generación del Verbo es un hecho de actualidad perenne; porque el Padre engendra al Verbo en el “HOY” de la eternidad; por eso el Padre, contemplando a su Hijo, puede decirle siempre: ¡Tú eres mi Hijo; ¡Yo te he engendrado hoy!”
Así pues, el Hijo de Dios, el Verbo Divino, es la Fiesta del cielo, el Gozo de Dios.
Pero Dios, que es la bondad misma, no pudo soportar que la tierra fuera la patria del dolor. Para transformarla, quiso que descendiera a ella el Gozo entre nosotros.
Por eso, cuando en la noche bendita de Navidad apareció Jesús sobre la tierra, los ángeles anunciaron al mundo su nacimiento diciendo: “Os anunciamos un gozo inmenso, os ha nacido el Salvador”.
JESÚS ES EL NOMBRE DEL GOZO SOBRE LA TIERRA: por eso su nacimiento hizo estremecer de júbilo a todo el universo y a todos los siglos.
En efecto, si amamos a Jesús, lo poseemos no sólo en esperanza, sino en realidad; y si lo llevamos en nuestro corazón, llevamos dentro de nosotros el Gozo eterno de Dios.
Con razón exclamaba San Agustín: “¡Escúcheme ricos, escúcheme, pobres! Ricos, ¿Qué tienen, si no tienen a Dios? Pobres, ¿Qué les falta, si tienen a Dios?
Todo esto es verdad en toda alma cristiana, que goza en su alma de la gracia santificante.
En esta Navidad aun los corazones más fríos se enternecen y los más duros se ablandan, reflexionemos en la verdad de estas palabras que canta la Iglesia sobre la cuna del Dios-Niño: Al que así nos ama ¿quién podrá dejar de corresponder a su amor?
Por último, sí nos entregamos a este Niño encantador, El vendrá de nuevo a nacer en nuestras almas; y se convertirá en un nuevo Belén; y, a pesar de las miserias de este destierro y valle de lágrimas, empezará a palpitar en nosotros el Gozo eterno de Dios.
Sinceramente en Cristo
Mons. Martín Dávila Gándara
Obispo en Misiones
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