La Fe perfecta todo lo aviva

 “Creyó el, y toda su familia”

En el Evangelio del domingo XX después de Pentecostés, nos narra un milagro que realizó Nuestro Señor Jesucristo, al curar aun hijo de un oficial del rey, y que al ver este hecho creyó el y su familia.

Consideremos los progresos de la fe digna de admiración de este oficial, que fue fiel a la gracia divina que obraba en él, su fe se hizo plena y entera, fuerte y práctica. En muchos cristianos, por contrario o ya no hay fe, o si la hay es lánguida y vacilante, porque falta el fundamento.

Naturaleza de la fe.

La fe es aquella virtud sobrenatural por la que creemos; la fe se basa en la autoridad de Divina, todo lo que el Señor ha revelado y nos propone creer por medio de la Santa Iglesia.

1.- La fe es un don de Dios puramente gratuito, una gracia sobrenatural de un valor infinito, fruto de la sangre de Jesucristo; es una virtud infusa en nuestra alma, una iluminación, una inspiración que la ayuda y la dispone suavemente a creer.

2.- Los niños la reciben en el Bautismo, y este don los dispone para que, cuando lleguen al uso razón, hagan actos de fe, conozcan y crean más fácilmente la verdades reveladas.

Los adultos la reciben de Dios por un puro efecto de su misericordia, y por medio de los Sacramentos, y esta gracia los conduce y los ayuda a adherirse a la verdades que les son enseñadas.

La fe, pues, es una gracia, un don precioso para todos; pero esta gracia exige una cooperación efectiva en los actos, a fin de hacerla meritoria, razonable y fuerte.

3.- La fe se desarrolla y se conserva con una vida pura y santa, con la recepción de los Sacramentos, y oyendo la palabra de Dios. Así como dice San Pablo: “Luego la fe viene por oírla” (Rom., X, 17).

Se pierde por la negligencia en cumplir los deberes de la vida cristiana, por la corrupción de la inteligencia y del corazón, por la frecuentación de los incrédulos, y la lectura de los libros malos, por mala programación en la TV e Internet.

¡Cuántos cristianos pierden la fe por culpa suya y se hacen incrédulos! Así como dice San Juan: “La luz luce en la tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron” (Jn., I, 5); “Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más la tinieblas que la luz, porque su obras eran malas: Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no sean reprendidas” (Jn., III, 19, 20).

Por lo mismo. Debemos aceptar la luz, y a la vez darle gracias a Dios, por su suma bondad hacia nosotros. Por tal motivo, repitamos con San Pedro: por que nos llamó de la tinieblas a su luz admirable” (I Ped., II, 9).

La fe toda lo aviva.

1.- Sin la fe, las almas son árboles infecundos y sin frutos. Así como la fe todo lo aviva, de la misma manera la fe todo lo mueve. Si tuviéramos fe—dice el Evangelio—diríamos a una montaña que cambiara de lugar, y se movería.

La historia lo atestigua casi en cada página las maravillosas gestas que la fe católica ha obrado en todos los pueblos, cuando ha sido profunda y fuertemente sentida. Había entonces almas débiles y tímidas que despreciaban la muerte; ancianos achacosos que oponían un pecho de bronce a los ejércitos de los emperadores; obreros y mujeres que se convertían en apóstoles y arrastraban a las multitudes hacia Jesucristo.

Así, como también, había pobres monjes y anacoretas que huían del mundo como despavoridos, pero cuando era necesario, sabían correr al medio del mundo y hacían temblar a los tiranos en su tronos.

Había sencillas religiosas que se imponían a los hombres de Estado y dirigían los acontecimientos políticos. Y hombres formados en la vida y en las costumbres privadas, que de repente salían a emular la audacia y la valentía de los públicos gobernantes.

2.- Veamos lo que han hecho las almas llenas de fe. Una mujer llamada Pulqueria, ésta llena de fe, renovó en el envilecido trono de Constantinopla las glorias del gran Constantino.

Santa Catalina de Sena, que tenía una fe robusta, llegó a ser consejera de los reyes y de los Papas; o Santa Juana de Arco, sencilla campesina, pero grande en la fe, sale del campo y obtiene lo que en vano habían intentado los más valientes capitanes.

El gran O´Connell, impelido y robustecido por una fe vivísima, se hace el dominador de los corazones de todo un pueblo y lo conduce a la más gloriosa de las victorias contra los tiranos de su libertad religiosa.

En 1800, la aldea de Etoiles, en Francia, había perdido todo rastro de religión: era completamente pagana. Una jovencita. De la Rivière, se sintió conmovida y pidió al P. Vain una misión. Consintió el padre, pero con la condición de que la muchacha le preparase el pueblo. Todos los niños hasta los doce años estaban por bautizar; era necesario destruir el paganismo en todas las familias.

¿Cómo lo haré, padre?” Fe, hija mía, fe, y manos a la obra: te doy tres meses de tiempo.” Ella comenzó, y, durante tres meses, aquel ángel anduvo de casa en casa, rogando, suplicando, llorando. Transcurridos el plazo, se presenta al P. Vain: “He hecho bautizar a todos los niños, menos a dos”. “Vete y termina la obra”.

De la Rivière se fue y se echo de rodillas a los pies de la dos madres: “Por caridad, dadme sus hijos para que sean bautizados”. Y lloraba hasta quebrar las peñas. Así venció, y la misión se dio y un pueblo entero volvió a Dios.

3.- He aquí los milagros de la fe. ¿Y por qué en un tiempo en que tanto se necesitan tales milagros—milagros de apostolado, milagros de sacrificio, milagros de acción pública y social—ha llegado a ser tan rara la viva y perfecta fe apta para creerlos?

4.- ¿En qué consiste esta fe perfecta? Acaso ¿basta creer en la verdades reveladas? No; aunque se creyesen todos los dogmas tal como propone y los explica la Iglesia, única maestra infalible, auténtica y legítima, no tendríamos la fe perfecta.

Hay muchas otras doctrinas derivadas de la revelación, y que tienen con ésta estrecha relaciones. Si estas doctrinas son enseñadas por la Iglesia y propuestas por ella a nuestras creencias, es necesario asentir; de lo contrario, nuestra fe no sería perfecta.

Es buena nuestra la fe cuando se condenan y se repudian los errores abiertamente contrarios a los dogmas; pero esto no basta: es necesario repudiar también los errores, las máximas y la teorías contrarias a las doctrinas ciertas enseñadas por la Iglesia; quien así no lo hace está falto de fe.

Ocurre muchas veces que la Iglesia, maestra vigilante, las reprueba, no como abiertamente erróneas, sino como equívocas, peligrosas, malsanas, ofensivas a los piadosos oídos, y entonces nuestro juicio se ha de conformar con el de la Iglesia

¿A quién confió Nuestro Señor el apacentar a sus ovejas y a sus corderos? Al Papa verdadero. Ahora bien, al pastor corresponde indicar, no sólo cuáles son los pastos venenosos y los mortíferos, sino también cuáles son, simplemente, los inseguros y peligrosos.

Y las ovejas y los corderos dóciles, que quieren conservar perfecta la vida de fe, han de obedecer y sentir. Es esto lo que se llama: “Sentir con la Iglesia”, pensar, creer, apreciar, juzgar, acoger o rechazar según el pensamiento implícito o explícito de la Iglesia.

5.- ¿Y por qué son tantos los que no poseen esta perfección en la fe?

Por descuido de la propia salvación: la fe es necesaria para salvarse; no basta una fe cualquiera y acomodaticia, sino que ha de ser íntegra y perfecta, cual nos la da la Iglesia.

Por necedad: Algunos dicen que es suficiente tener direcciones luminosas, genéricas y amplias; tantas minucias y particularidades—dicen—no son sino trabas y estorbos. Mas si éstos tuviesen un poco de juicio verían que las ovejas son tanto más felices cuanto más diligentes y cuidadosos son los pastores en indicar los pastos buenos y seguros.

Por soberbia: El orgullo rechaza la fe, y aunque se inclina ante alguna verdad elevada y sublime, no sabe adaptarse a la condición del niño que todo, aun las cosas más pequeñas, quiere saberlas por su madre.

Por ignorancia: En general, se da una mirada muy fugaz a las cosas de la fe, no se aprende en toda su extensión y mucho menos se profundizan, por lo cual se habla de ellas a ligera y fuera de propósito, con detrimento de la integridad y de la perfección.

Por falta de gracia: La fe es un don de Dios se requiere la gracia para creer bien, y Dios, en castigo, la niega a muchos, y he aquí la falta de fe verdadera y perfecta.

Por último. Sea nuestra fe firme y vigorosa. Por lo mismo, pidamos a Nuestro Señor que nos la acreciente, para poderla confesar generosa y valientemente. Vivamos, pues, según las normas de la fe, como verdaderos discípulos de Jesucristo, y porque no decir con Él: “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”(I Jn., V, 4); “El que creyere y fuere bautizado, se salvará, más que no creyere se condenará” (Mc., XVI, 16.

Gran parte de este escrito fue tomado del libro: “Archivo Homilético” de J. Thiriet – P. Pezzali.

 
Mons. Martin Davila Gandara